jueves, 22 de abril de 2010

Ángel sin Nombre (Prólogo)

Suspiré. Mamá sabía muy bien que no me gustaba ir al pueblo en verano. Lo sabía. Y ahí estaba yo, sentada en el asiento delantero del coche con mis nueve cochinos años, protestando.
-Basta ya, Clara. No sé por qué no te gusta estar en un ambiente con montañas, rodeada de naturaleza, aire limpio, puro y...- la dejé con su perorata.
No quería volverle a replicar que en ese pueblo no había libros, que la tele estaba hecha un asco y que, además, no había Internet.

Al menos tenía el aliciente de que mis primas iban a venir también...

Miré sin interés los banderines que había colgados debido a las fiestas. Lo único que me vino a la cabeza fue que, como todos los años, la charanga me iba a despertar, a mí, en mis deliciosas y no madrugadoras vacaciones de verano... "Felices Fiestas", decían. ¬__¬... Ésa fue exactamente la cara que puse.
Llegamos al fin. Ahí se alzaba el bloque de apartamentos, con unas montañas nevadas a pesar de la estación. Bajé las maletas del coche y me encaminé al ascensor. El short me daba calor. Se pegaba demasiado a la piel, y además, era rosa. Odio el rosa. Me dije a mí misma que me cambiaría nada más llegar arriba, y con esa ilusión, salí al rellano para ir a nuestro piso. Miré con repulsa la arañita que colgaba de un barrote.
-Mamáaaaaa, abreeeeeee...- la llamé. Me miró mal, y abrió la puerta de madera. Entré a mi cuarto, pequeño y formado por cuatro literas. Odioso. Dejé la maleta sobre una de las camas y me cambié, poniéndome los shorts vaqueros y una camiseta verde.

Comimos. Mi madre suspiró exasperada ante mi ceño fruncido continuamente, y ni siquiera Los Simpson me distraían. Eran capítulos viejos, de las primeras temporadas, ésas en las que los personajes son deformes y tienen voces amorfas.

Mis primas y mi tío recién divorciado llegaron a las cuatro.
María, un año menor que yo, me saludó con un entusiasmo que a mí me ponía de los nervios. Rayaba la reverencia. Vale que me tuviera admiración, por mi pelo rubio, mi carita pecosa, y además, porque yo era más alta. Pero tanta...
-María, Lucía, vámonos al parque, anda...- sugerí. Asintieron, y Lucía cogió su pelota de plastiquete barato.
En el camino que lleva al parque no dije nada. María me habló del colegio, sus profesores, una chica que se seguía sacando los mocos...

En la entrada fue cuando lo vi. Se me cortó la respiración, y me puse pálida debajo de las pecas, que empezaban a desaparecer.
Era moreno, tenía el pelo muy, muy negro. Alto, la piel pálida, la cara angulosa. Vestía una camiseta de Hilfiger, y unos pantalones pesqueros muy cómodos para lo que estaba haciendo: jugar a pillarse con un amigo rapado.

En todo eso me fijé mientras María me arrastraba hasta la caseta que había en el parque. Me hizo un interrogatorio improvisado, durante el cual recuperé la cordura y el aire.
Los volví a perder en cuanto entró corriendo y riéndose. Se quedaron quietos, y me miró. Los ojos, negros también, escrutaron los míos, marrones, con curiosidad. No pude pronunciar palabra, salvo esta estupidez:
-Esto... Y así es como se hacen los bebés.

Se rió, por supuesto. Y yo me quise morir de vergüenza, si bien pensé que aquella risa era el más celestial de los sonidos. Tan de pronto como habían entrado, los dos muchachos salieron de la caseta.
-Clara... ¿Clara? ¡Clara!- me llamó María, pasando la mano abierta delante de mí. Sacudí la cabeza.
-¿Hmm? ¿De qué hablábamos?- pregunté, más en la Luna que allí.
-Tú de bebés, no sé qué mosca te ha picado, aunque ha sido ingenioso...- me miró de la única manera que sabía: admirada.- Oye, ¿era guapo, verdad? El moreno de pelo largo...- dijo con voz insinuante.
Reprimí el infantil impulso de gritar que era mío, mío y mío, que no se le ocurriera ni mirarlo. Asentí despacio, aún con la mente divagando en ésos ojos oscuros, curiosos... Mágicos.

Tras un rato, decidimos salir. Yo albergaba la esperanza de que mi madre nos llevara a la piscina, pero el cuadro con el que me encontré era muy distinto: cabezudos.
Cabezudos en el parque.
Tragué saliva y María chilló encantada. Aún ahora sigo pensando que esta chica es algo masoquista.
¿Qué podía hacer? Uno de ellos, tal vez el menos querido por mí, el Payaso, se nos iba acercando. Como si nuestra vida dependiera de ello, le susurré a mi eterna compañera:
-Corre como alma que lleva el diablo.
Y eso hizo ella. El cabezudo, bajo la enorme protuberancia de encima de su cuello, se echó a reír, y agitó el palo que llevaba para azotar. Yo aún conservaba las cicatrices del año pasado, accidentales, y hechas por la misma persona, estoy segura. Lentamente, me eché hacia atrás, sin ser consciente de que me estaba arrinconando el la pared.
-¿No corres, rubita?- me preguntó debajo de su enorme máscara.
-Ya no puedo- respondí, al ver que, efectivamente, no tenía escapatoria.

Entonces, sucedió un milagro: uno de los caramelos que repartían en esas cabalgatas le golpeó en la cabeza, lo tambaleó y lo hizo caer. Aliviada, lo rodeé, teniendo buen cuidado de reírme como niña que era, cogiendo el palo y partiéndolo por la mitad.
En mi dicha infantil, por este hecho yo me creía una heroína; al poco recordé el caramelo, y busqué por todas partes a mi salvador.
Lo único que vi fue una pierna cubierta por un pesquero verde y unas deportivas negras.

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Esa noche, en la verbena, me limité a observar a mi familia sentada en el banco de la plaza. No podía decir quién hacía más el tonto: si mi tío bailando el "Aserejé" con Lucía, o mi madre y María en el mismo baile, pero por separado.
No me sentía con ganas de ponerme en ridículo.

Mi pensamiento aún vagaba en esa cara pálida y angelical, ese rostro suave y a la vez definido, esos ojos intensos y oscuros, ése pelo, negro como una noche sin estrellas. Y, en alguna parte de mi cabeza que aún guardaba racionalidad, me acordaba del detalle de que me había salvado... Vale, de la tunda de un cabezudo de pueblo, pero un salvamento es un salvamento.
Tan sólo pensaba en volver a perderme en esa cara... Tan sólo quería volver a escuchar esa risa. Quería saber su nombre, para ensalzarlo y componerle una canción, dedicarle un poema... Necesitaba saber el nombre de ese niño.