jueves, 20 de mayo de 2010

Ángel sin Nombre (Capítulo IV)

17 de agosto de 2010.

Tan sólo pedía un día más. No me parecía algo exagerado e imposible de otorgar. ¿Unas pocas horas, por lo menos?

No.

Parecía que el tiempo había decidido que llevábamos ya demasiado juntos, y deseaba separarnos de una vez.

Los dedos de Ángel rozaban mi piel tan apenas, tan cargados de melancolía adelantada como lo estaba yo. Me había despedido ya de sus padres y su hermano (qué gente más maja, tuve que pensar cuando me recibieron en su casa por primera vez), quienes estaban dentro del Audi A5 negro, esperando. Ángel tomó la mano que llevaba el anillo de la salamandra, y mi palma acarició su mejilla con suavidad. El sol quería burlarse de nosotros, haciendo que el día hubiera salido espléndido, cuando sólo teníamos dentro nubes grises llenas de lluvia incesante y destructora.

-Ángel, cariño- dijo Victoria, su madre-, date prisa.

-Voy- rezongó él.

-Anda, vete ya- lo apresuré, sin ganas de alargar más el dolor que luego, cuando estuviera convencida de que ya no estaba a mi lado, se multiplicaría hacia el infinito.

Él clavó sus trozos de cielo nocturno en mis ojos hechos de chocolate amargo, e intentó, sin éxito, que sus labios se curvaran en una sonrisa que prometía cosas que no podría cumplir… Por ejemplo, “nos veremos pronto”. Iba a pasar un año muy largo hasta que lo volviera a ver, a menos que decidieran ir a Panticosa en invierno, cosa que rara vez hacían.

Sus labios besaron los míos por última vez hasta Dios sabía cuándo. Su sabor, por una vez y sin que sirviera de precedente, no era dulce como siempre. La amargura que nos invadía a ambos pretendía llenar todo lo que pudiera alcanzar.

-Siempre tuyo- me susurró con fuego en la voz, ardiendo en sus ojos, en la fuerza de sus manos rodeando las mías.

-Siempre tuya- murmuré, sintiendo cómo mi garganta se resistía a seguir aguantando un sollozo de agonía. Ángel se separó de mí sin querer hacerlo, y yo me quedé nuevamente sola, nuevamente sumida en la oscura tristeza, en el eterno invierno que habría de soportar hasta tenerlo de nuevo a mi lado.

Iba a ser un año muy largo, cargado de palabras sin sentido que querrían atravesar el cielo español desde Zaragoza hasta Madrid y que querrían llegar a su oído en un susurro inútil.

Sí.

Iba a ser un año eterno.

18 de Noviembre de 2010.

La mañana amaneció lluviosa. Me desperté, como todos los días, a las siete menos cuarto. No molestaba a mi madre, ya que últimamente tenía muchas cosas que hacer. Me miré la mano derecha, directamente el dedo anular. La salamandra de plata brillaba bajo el cielo plomizo que se dejaba ver a través de las ventanas. Me la llevé a los labios y la besé con ternura.

-Buenos días, Ángel- susurré. Fue como si sintiera que él hacía lo mismo con mi muñequera. Estaba siempre, al menos en algún sentido poético, conmigo, ojalá pensando tanto en mí como yo lo hacía en él.

Me vestí como una autómata, sin casi voluntad, con más o menos lo de siempre: vaqueros, camiseta negra o roja en su defecto, y deportivas. El desayuno se había convertido en la comida más superficial del día, ya que nada de lo que probaba me sabía a comida en realidad. Mamá al principio se había alegrado de que hubiera perdido peso, pero ahora estaba realmente preocupada. Yo nunca he sido delgada como un palillo chino (tampoco lo era ahora), pero jamás había perdido tantísimo. Decía que parecía enferma. Y, en efecto, estaba enferma, le había dicho el director de mi colegio. <> recuerdo que fueron sus palabras exactas. Mis amigas ahora apenas se atrevían a tocarme la moral, ya que me parecía estar hipersensible a todo, como con una eterna menstruación, solo que sin hinchazón y sin granos.

En el autobús que me llevaba al La Salle Gran Vía veía siempre a la misma gente. El año pasado hasta había hecho un amigo. Este, apenas miraba otra cosa que no fuera el infinito. A veces, cuando me paraba a pensarlo en un momento así más de lucidez, me preguntaba si mi actitud era normal. Estaba convencida de que no, de que me había vuelto absolutamente loca, y de que tal vez estuviera exagerando. Luego me decía “Pero coño, qué narices exagerando, hay gente que se suicida por menos” para consolarme y tratar de no parecer tan desequilibrada ante mí misma.

Aquel día me pareció como todos, tan recto, tan regido por un horario fijo que me daban ganas de chillar, de tirar mi mesa al suelo y escapar corriendo. Tres horas de clase antes del recreo. Tres horas después. Casa, comer, estudiar, ducharme, leer, dormir. Siempre lo mismo.

Nada en aquella mañana lluviosa de noviembre me insinuó que fuera a ser distinta.

-Bueno, Lai- dijo Mr. Bosque Sombrío, el profesor de Historia, con retintín. Sin duda sabía que todos me llamaban Lai porque yo lo prefería así, y para diferenciarme en algo de la niña de Heidi.- espero que haya estudiado.

-Ya sabe que sí- le contesté. A las ocho de la mañana yo no estaba exactamente de buen humor, y menos para que un tío que no se depilaba las orejas me tocase los ovarios. Hasta ahí podíamos llegar.

-Estupendo, entonces podrá hablarme un poco de la Segunda Guerra Mundial, si le parece- se sentó en su silla y juntó los dedos de las manos a lo Señor Burns cuando dice “Excelente”. Yo le eché una mirada escéptica y me aclaré la garganta.

-Claro. La Segunda Guerra Mundial fue un conflicto bélico que se desarrolló entre los años 1939 y 1945. Su origen se encuentra en un imbécil llamado Hitler, cuyas ideas equívocas interpretando la selección natural de Darwin le llevaron a pensar que Europa era suya, y no sé cómo, pero al principio varios le creyeron. Sus más destacados partidarios fueron Italia y Japón, una pena, porque los japoneses me caen bien. El imbécil en cuestión creó centros de exterminio de minorías en medio del campo, dejados de la mano de Dios, minorías entre las que principalmente se destacan los judíos. La guerra fue dura, cruel y sin sentido, y culminó con la decisión del presidente norteamericano Truman de lanzar dos bombas atómicas contra Japón, concluyendo el conflicto el 2 de septiembre del 45. ¿Quiere detalles, señor, o con una idea general le basta?

Todos me miraban entre preocupados por mi salud mental e impresionados. Mr. Bosque Sombrío no sonreía.

-Señorita, debo informarle de que sus contestaciones ya me están tocando las narices.

-Señor, debo informarle de que me he limitado a responder a su pregunta- me crucé de brazos, a mí qué si me expulsaban de clase y me mandaban con el director. Mr. Bosque Sombrío no era un hombre que pudiera alardear de paciencia, y francamente, no sé entonces para qué se mete a dar clase a adolescentes. Si tuviera su carácter y su trabajo, yo ya me habría suicidado.

El “We Will Rock You” me salvó de tener que escuchar una estupidez, probablemente, por parte de Mr. Bosque Sombrío. Cuando miré la pantalla, se me cayó el alma (y todo lo demás) a los pies.

Diego.

Y no conocía a ningún otro que no fuera el hermano de Ángel.

-No está permitido el uso de móviles en clase- me recordó con retintín el profesor. Le dirigí una mirada llena de veneno.

-Por supuesto que no- me levanté dándole una patada a mi silla y salí de clase.