sábado, 1 de mayo de 2010

Slut {+18}

Los jadeos y los gemidos vuelan por la habitación como mariposas volando por el campo. En alguna radio lejana suena una canción de Beyoncé, Single Ladies, me parece. No sé. Lleva mucho rato reproduciendo música que ya no conozco, porque no soy dueña de mí misma. Ni de mi respiración, ni de mi piel, ni nada. Sólo sé algo: que no debo dejar de moverme, porque si lo hago, pasarán cosas horribles. La más horrible será que dejaré de sentir este extraño placer que me recorre de arriba abajo, que atraviesa mis venas, que me electriza. Mi acompañante, me agrada saberlo, sufre los mismos síntomas que yo: vello erizado, sudor frío en la frente, garganta seca que sólo deja escapar suspiros y algún que otro grito contenido. Ni siquiera sé cómo se llama.

En alguna recóndita parte de mi cerebro, aún hay un mínimo de consciencia que me dice: "¿Qué estás haciendo, loca?". Pero es que me lo ha dicho ya tantas veces, que me pregunto si valdrá la pena hacerle caso...

Algo sucede. ¿Qué me pasa? Aún no he terminado, todavía me queda mucho que dar, yo tengo fama de tener aguante. ¿Fama entre quién? Entre los chicos del instituto, por supuesto, ¿qué os pensabais? ¿Que soy una de esas mojigatas de un solo novio para toda la vida? No, queridos, no. Yo tengo talento para proporcionar placer, y no voy a esconderlo...

Las manos del chico aferran mis caderas, que, curiosamente ya no se mueven. Grita, pero no es de gusto que le estoy haciendo sentir. En su cara hay un espasmo de horror. Me aparta de sí y me tumba a su lado. ¿Qué le ocurre? ¿Ahora le da por ponerse romántico? Pone su mano en mi cuello y mi muñeca. ¿Es un nuevo ritual de excitación? No sé, el tío es mayor que yo. Intento dibujar una sonrisa para incitarlo a continuar, pero mis músculos no responden a la orden de mi ahogado cerebro. Intento parpadear, pero ya no tengo ni voz ni voto en mi cuerpo.

Y me veo tendida en la cama, desnuda, pálida, vulnerable. Oh, Dios. Quiero chillar, pero ya no saldrán más sonidos de mi garganta.

Estoy muerta.

¿Cómo ha empezado todo esto?

Ángel sin Nombre (Capítulo I)

Siete años después, pensaba que aquél había sido, probablemente, el mejor verano de mi vida. El viaje a Italia había ido como si lo hubiera controlado alguien como en Los Sims, y los pocos días en Zaragoza estuvieron llenos de risas y de diversión. Ahora, de nuevo en el coche camino al pueblo, con Simple Plan a todo meter a falta de algo mejor (ya veis lo mal que estaba de CDs como para escuchar un grupo emo...) y para no oír a mi madre.

Faltaban aún dos días para que empezaran las fiestas de forma oficial. Era el día 11 de Agosto, mi santo, y Cristina, la mejor amiga de mi madre, decidió (sin que nadie se lo pidiera) invitarnos a tomar algo. Tapear. En mi pueblo. Chupi. La verdad es que hacer tal cosa en un sitio tan pequeño es difícil. No es precisamente que los locales tengan mucho glamour, pero en fin. Es lo que hay.

En vista de que iba a tener que pasar al menos dos horas fingiendo estar contenta y ocultando mi impaciencia, me puse lo más normal que tenía: una camiseta negra (cómo no) y unos piratas rojos, esos que mamá decía que me hacían un tipo tan bonito. Vale, si le hacía ilusión… Los zapatos blancos de calaveras me hacían daño. Iba a tener que jubilarlos. “Oh, qué pena…” pensé con sarcasmo. Pasé de intentar peinarme el pelo corto. Me gustaba suelto y salvaje, cada mechón a donde le diera la gana apuntar.

-¡Clara, vamos!- me apremió mi madre. Con un último suspiro resignado, salí a la tarde soleada. Bajando por la cuesta hacia el E-Cate, el local más de moda del pueblo, veía niños gritando y lanzándose tiros de agua con sus pistolitas de plástico. Los padres, con jetos de mortificación, los seguían a distancia. Inevitablemente, los abuelos del lugar paseaban calle arriba, calle abajo, haciendo comentarios sobre las jóvenes que cuchicheaban sobre dónde iban a meter la priva aquel año. Puse los ojos en blanco. Yo, a mis dieciséis años, no sentía la necesidad de emborracharme para pasármelo bien. De hecho, no me gustaba el alcohol. La única bebida que se salvaba era el Bailey’s, y la tomaba muy de ciento a viento. Para cuando me quise dar cuenta, ya me habían sentado en una de esas sillas de hierro que pretenden ser brillantes y bonitas. Qué ilusas.

Apoyé la cara en la palma de la mano, perdiéndome en mis pensamientos al ver que mi madre y su amiga se enfrascaban en una conversación sobre reformas. El bricolaje no me gusta, nunca me ha gustado; le cogí manía por una serie de Tim Allen, actor al que detesto profundamente. Casi no sabía lo que hacía cuando pinchaba el pequeño tenedor en las papas bravas con distintas salsas (rosa, barbacoa, mostaza de Dijon y mostaza dulce) y no me daba cuenta en absoluto cuando tenía que beber la Coca-Cola.

-Así que, este año, y luego ya… A la Universidad, ¿no, Clara?- me sacó de mi mundo la voz de Cristina. ¿Cuándo habían terminado de hablar sobre colores de puertas y ventanas oscilo batientes? Asentí despacio con la cabeza. No es que hablar me entusiasme precisamente, me comunico mejor con gestos o escribiendo. Pero tampoco es plan de llevar una libreta a todos lados, la gente pensaría que soy muda…

-Se va a ir a Madrid, a la Universidad Autonómica- dijo mi madre con orgullo contenido.

-No te emociones, mamá- murmuré yo, incómoda. Pensar en el futuro me hacía sentirme bastante rara, como con miedo.

-¿Por qué lo dices?

-Me queda todo el segundo año, y luego aprobar la Selectividad- expliqué sin elevar el tono de voz.

Volvieron a ponerse rollo marujas a hablar de las posibilidades mentales de mi persona. Harta, ya que estaba poniéndome nerviosa a medida que los minutos pasaban, alegué que me dolía la cabeza y me fui a casa. Subiendo la cuesta, el corazón se me paró. Latió un segundo y volvió a pararse. Luego recuperó el ritmo de forma increíble, iba como un Ferrari de carreras.

Ahí estaba. Alto, desgarbado, moreno y pálido, tal como yo lo recordaba. Los últimos siete veranos nos habíamos visto cada año más crecidos el uno al otro. Pero en ninguno me dirigió la palabra, y yo a él, menos. La timidez me vencía cada vez que me lo cruzaba, y, cuando parecía determinada a hacer de tripas corazón y murmurar “hola”, él ya se había aferrado a un amigo, a su hermano o a su móvil. Genial. Yo me cabreaba con él en mi fuero interno, por no ponerme las cosas facilitas. “¿Así cómo quiere que empecemos una conversación?” me decía, enfadada. Inmediatamente, una voz algo más conciliadora, decía que era muy probable que él no quisiera iniciar conversación alguna. Yo ya me había dado cuenta al año siguiente de haberlo visto por primera vez en mi vida, pero me había negado a aceptarlo hasta el verano pasado. Entonces, la obstinación se tornó en resignación; cuando mi máximo interés cada mañana era verlo el mayor número de veces posible hasta entonces, ahora era indiferencia. Me lo cruzaba, y ni lo miraba.

Como esta vez.

Pasé de largo, con los ojos fijos en la muy poco interesante señal de “Reduzca velocidad”. No lo miré, controlé el sonrojo de mis mejillas, ni siquiera hice ademán de volver la cabeza en su dirección fingiendo que observaba otra cosa. Iba tan concentrada en no mostrar ni un ápice de sentimientos que no me di cuenta de que él sí que se giraba a mirarme, con expresión incrédula en la cara.

-Buddy you’re a boy making big noise playin’ in the street gonna be a big man someday…- el We Will Rock You, Queen, de mi móvil me sobresaltó. Lo saqué del bolsillo de los piratas rojos, deteniéndome en frente del Copos, un bar-restaurante que era como una especie de gasolinera americana donde tienen de todo. Miré la pantalla.

Sam. Me llamaba Sam. Samuel era un amigo mío de la Secundaria. Pero yo creía que, junto con todos los demás, no querría volver a tener contacto conmigo en su vida, de lo cual me alegraba mucho.

-¿Hola?- dije, una vez me convencí de que no era una llamada errónea.

-¿Clara? Soy Sam- me contestó su voz al otro lado de la línea, una voz tan de adolescente que a mí me hacía reír. Esta vez me controlé y, en lugar de soltar una carcajada sin venir a cuento, me limité a sonreír.

-Ya, te he visto en la pantalla. ¿Cómo te va?- me senté en unas escaleras de piedra, ya que intuía que iba para largo.

-Muy bien, muy bien. ¿Tú cómo estás?

-De coña. ¿Cómo es que me llamas?

-¿No puedo llamar a una vieja amiga o qué?

-Eh, eh, de vieja nada, que te recuerdo que tu cumpleaños es antes que el mío.

Él rió en mi oído, el sonido distorsionado por el micro del teléfono.

-Estoy en Biescas. ¿Me equivoco al pensar que tú estás arriba en Panticosa?

-No, estás en lo cierto.

-¿Qué te parece que nos veamos? Tengo entendido que la lluvia de estrellas fugaces es esta noche. ¿Hace una acampada? Tengo la moto aquí.

Me quedé clavada en mi asiento. ¿Ver a Sam? ¿Tras un año entero sin tener señales de vida suyas, excepto los mensajes de móvil y el chateo por el Messenger?

-¿Clara?

-Ummm... Sí, claro, si no te va mal… Igual quieres estar con tus hermanos o con tus amigos…

-Tú eres mi amiga y llevo un año sin verte. ¿Tan mal te parece?

-No, no. Nos vemos esta noche. Me llamas, ¿vale?

-Bien. Hasta luego.

-Hasta huevo- me despedí como solía hacer. Bajé la tapa del teléfono y me lo volví a meter al bolsillo mientras subía las pequeñas escaleras hasta la cuesta que daba al conocido bloque de apartamentos.

No me dí cuenta de que dos ojos negros como la tinta seguían mis pasos de forma intensa.

Dos horas después, yo convencía a mis primas de que no, no podían venir conmigo a ver a mi amigo. Les cerré la puerta de su casa poniendo los ojos en blanco mientras caminaba a paso ligero por la galería hasta salir a la calle soleada. Los veranos en la montaña son increíbles. Hace sol, y calor, pero nunca en exceso. Metí las manos en los bolsillos de los piratas rojos mientras sorteaba coches para pasar a la calle principal. Las campanas de la iglesia dieron las cinco y media. Sam debería estar ya allí, si era puntual, cosa muy inusual en él. Pero estaba preparada para la espera. En mi bolso de Pesadilla Antes de Navidad había metido la Metal Hammer, por si tenía que entretenerme con algo. Aunque la revista para heavys no me hizo falta alguna. Sam estaba allí, alto y con el pelo castaño más rizado que nunca. Vestía unos vaqueros oscuros, parecidos a los que yo guardaba en mi armario de Zaragoza, solo que los míos estaban llenos de chapas e imperdibles, o pintarrajeados. Su camiseta de rayas resaltaba los músculos de sus brazos, abiertos y listos para ahogarme en un “Oso-Boa”, un apretón estrangulador al que yo había bautizado. Le devolví el abrazo sonriendo, y soporté que me revolviera el pelo con aire indulgente.

-Estás casi como siempre, Clara. Siempre con esa mueca tan rara en los labios- observó tras haberse separado de mí y haberme hecho una radiografía completa. Pronuncié más la mueca rara, que decía él, y luego me reí quedamente.

-Te diría que has crecido, pero es que iría en contra de las leyes de la Ciencia- dije cruzándome de brazos. Sam me había sacado, desde siempre, una cabeza larga, y eso me acomplejaba muchísimo. Ahora, la cabeza se había convertido en cabeza y media. No había derecho.

-No. Es que he crecido- se burló él, mientras apoyaba la mano en su Ninja Kawasaki. Se supone que esas motos tienen que ser verdes insecto, como la mantis religiosa de esa película de Disney, Bichos. Pero no, la moto de mi amigo era de un reluciente color negro, y había dibujado llamas cerca de la rueda trasera.

-Pero tío, ¿qué le has hecho a tu burra?- pregunté incrédula, mirándola desde todos los ángulos. ¡Qué pasada! ¡Esa moto era digna del más duro de los rockeros!

-¿No te gusta? Pero ¿qué clase de heavy eres tú, niña?- rió. Lo miré con gesto ofendido.

-Claro que me gusta, pero para eso mejor te comprabas directamente una Harley.

-No digas tonterías, ¿sabes el dineral que vale una de ésas?

-Me hago una idea- dije con un encogimiento de hombros. Él abrió la boca para reírse o para replicar, pero sus labios se convirtieron en una línea fina, con expresión incómoda y de desconcierto. Sus ojos no se fijaban ni en mí ni en su moto. Me di la vuelta para ver qué atraía su atención de esa manera.

Mi ángel pálido y de pelo negro se apoyaba contra una pared de piedra, los brazos cruzados sobre el pecho, componiendo una postura insolente. Él sí que miraba la moto, o a mí, pero lo ignoré. Me había resignado. Me lo había prometido a mí misma. Nada de fantasear, nada de creer mentiras y quimeras. Tiré a Sam de la camiseta, devolviéndolo a la Tierra.

-¿Quién es ése que te mira?- inquirió con curiosidad, casi con recochineo. Mierda. Así que me contemplaba a mí.

-Ni idea- dije con sinceridad.- Oye, tenemos que montar las cosas y eso, vamos- urgí. Mi amigo asintió, aún con la mueca burlona en los labios, y se montó en el flamante y restaurado vehículo tras ponerse su casco y entregarme a mí otro de color negro. Yo me hice hueco entre él y las cosas del camping, rodeé su cintura con los brazos y lo insté a darle caña. Con un rugido ensordecedor, la moto arrancó y nos llevó fuera del pueblo a toda velocidad. De nuevo, los ojos negros de mi ser celestial anónimo nos siguieron, sólo que esta vez la expresión era de desprecio y yo sí que había sido consciente.

A las ocho, Sam y yo estábamos tumbados sobre una vieja manta, contándonos cosas de nuestro primer curso en otro colegio, y sobre el verano. Había traído litros y litros de café y Coca-Cola, so pretexto de mantenernos despiertos hasta la madrugada, hora a la que la lluvia de estrellas era más visible. La noche en la que caían las Lágrimas de San Lorenzo era, en mi opinión, la más mágica del año. Y poder compartirla con mi mejor amigo la hacía, además, muy divertida.

Tras un rato de silencio, él decidió tocarme un poco las narices.

-¿De verdad que no sabes quién era ése chico?

-No, Sam, no sé cómo se llama. Lo he visto otros años, pero nunca hemos hablado- dije cortante. Rogué con mi alma que la conversación sobre mi ángel sin nombre terminase allí, pero Sam no parecía ser de la misma opinión.

-Pues te miraba mucho, que lo sepas. Yo que tú me andaría con ojo, no vaya a ser que intente… Cosas (////)

Estuve tentada de tirarle la Coca-Cola de mi vaso, pero la necesitaba. Le dediqué un gruñido con todo mi amor y bebí un trago.

Las horas pasaron. Yo me dormí, pero, a las tres de la madrugada, mi amigo me despertó con un toquecito en el brazo.

-Abre los ojos… Es la hora- susurró en mi oído. Me incorporé despacito y sin prisa, y volví los ojos al cielo. Miles y miles de estrellas fugaces parecían hacer carreras en el negro firmamento. La Vía Láctea se definía claramente, y las estrellas estáticas aumentaban la belleza del momento. En mi fuero interno, ya que sólo lo admitiría allí, hubiera deseado que no fuera Sam quien estuviera a mi lado para compartirlo, que fuera… “Para ya, joder” pensé para mí misma.

-¿Estás pidiendo deseos?- inquirió Sam, interesado.

-No. Nunca se me cumplen.

-Será porque no lo haces bien.

-¿Se te cumplen a ti, acaso?

-Mírame- pidió de repente con la voz cargada de fogosidad. Alarmada, giré la cabeza para hacer lo que me decía. Uo, un momento, ¿cuándo se había puesto tan cerca? Él sonrió, complacido.

-Ya se me ha cumplido uno- dijo, apartándose un poco. Yo volví a respirar de forma normal y fruncí el ceño.

-No digas tonterías, Sam- farfullé, volviendo a mirar al cielo. Él se rió.

-Vamos, prueba. Sólo uno. Pero hazlo bien.

-¿Y cómo lo hago bien, listo?

-Ten fe en lo que pides.

Vamos, ya lo que me faltaba. Fe. Increíble. No estaba para chorradas, nunca lo estaba, pero por no oírle, me concentré al máximo, pensando a la vez: “Menuda estupidez” y “Que se cumpla el más desesperado deseo de mi corazón”. Notaba cómo el segundo pensamiento vencía al primero, así que clavé los ojos suplicantes en las estrellas. Una especialmente brillante cruzó el cielo, dejando tras de sí una estela de fuego, como un auténtico cometa. Quise creer que eso significaba que mi deseo se vería cumplido.

Tras una hora viendo caer estrellas, Sam y yo nos dormimos. A las diez de la mañana, mi móvil con el We Will Rock You sonó, despertándonos a ambos con un respingo.

-¿Quién narices es?- preguntó la voz somnolienta de Sam. Oí cómo su cuerpo volvía a caer sobre la hierba, con un resoplido de fastidio.

-Mi madre- descolgué el móvil y me lo puse en la oreja.- ¿Hola?

-¿Clara? ¿Dónde estáis?

-En el prado aún, mamá. ¿Por?

-Bueno, volved ya. Samuel tiene que irse- y colgó. Me quedé mirando la pantalla del móvil con desconcierto.

-¿Qué te cuenta tu vieja?- preguntó Sam, incorporándose para verme mejor.

-Que nos vayamos ya, que tenéis que iros- dije, guardando el móvil en la mochila. La verdad es que yo estaba deseando irme. Necesitaba una ducha de agua bien caliente con urgencia. Con un suspiro resignado, Sam accedió a mover el culo y marcharnos. Cuando me dejó delante de casa, me besó en la frente.

-Hasta pronto, Clara. Ha sido estupendo volver a verte. Espero que tu deseo se cumpla- sonrió y aceleró para largarse a Biescas en moto.

-Yo también lo espero- murmuré tras haber bajado la mano con la que lo había despedido.