domingo, 6 de marzo de 2011

Athelion (Capítulo I)

Las malas lenguas cuentan que era noche cerrada cuando sucedió. Cuentan que era una de las pocas noches de invierno en las que el cielo podía verse con meridiana claridad. Las estrellas relucían, distinguiéndose unas de otras, como si compitieran para ver cuál brillaba más. Reflejaban sus cristales de fuego lejano en la nieve blanda que cubría todo el reino de Laudarit. En el silencio y el frío nocturno, la luna ayudaba al blanco a ser más puro todavía. Aquellos que observaron desde sus ventanas el cielo y la tierra no podían creerse que la noche fuera tan hermosa, pero ahí estaba, centelleando en todo su esplendor oscuro. El viento no se molestaba en enfadarse y soplar con fuerza, porque le era imposible ante semejante belleza. Jugaba con la nieve que se engarzaba en las ramas de los árboles; jugaba a meterse entre las pieles de los animales del bosque y despertarlos. Sí, el viento se sentía retozón, alegre, vivo, y como príncipe del espacio que era, nadie podía impedirle saltar, brincar, volar.

Sin embargo, mientras daba una vuelta de campana en un rincón del Bosque del Este, algo le llamó la atención. En ese bosque había un único camino amplio y seguro que se dirigía hacia el norte, y muy pocas veces era transitado. Sin embargo, ahora, un carruaje muy lujoso y ricamente decorado avanzaba por la nieve como buenamente podía. Los caballos resoplaban y piafaban, y el cochero, si no tiritaba, los instaba a darse más prisa, haciendo que el carricoche acelerara. El viento lo siguió, muerto de curiosidad. Nunca había visto un carruaje de tales características por aquellos lares, y se preguntó que podría interesar al propietario que se encontrase allí. Al el norte del bosque no había nada. Nada más que una fortaleza impenetrable, fría y lúgubre, la cual no llamaba la atención del aire revoltoso. Y a pesar de todo, el carruaje parecía dirigirse hacia allí. Dejando tras de sí un rastro de brisa fría, haciendo que algunos pájaros se despertaran, el príncipe del espacio se detuvo al mismo tiempo que lo hizo el carruaje. De éste descendió un joven, un hombre de no más de veinticinco años, ataviado con una capa de piel para protegerse del frío. Era un hombre muy atractivo. Su rostro pálido, regio y altivo estaba recubierto por una barba muy poco espesa, y el reflejo de la luna aclaraba aún más su pelo rubio. Alto y de constitución fuerte, se cerró la capa. Iba solo; el cochero se había quedado en el carruaje, mirando a la nada, sacudido por los temblores que le provocaba la baja temperatura. El joven se acercó hacia el gran portalón de madera oscura, la única entrada a la fortaleza. Asió uno de los llamadores y golpeó con fuerza. Al poco tiempo, oyó chirriar unos goznes, y un hombre vestido con armadura y provisto de una lanza le recibió.

-Alteza- saludó con voz ronca haciendo una profunda reverencia.- Adelante, por favor, no os quedéis ahí fuera con el frío que hace.

-Gracias- dijo el otro, con un tono despectivo que hacía pensar que realmente no estaba muy acostumbrado a darle las gracias a nadie. Entró en la fortaleza y el aire se coló también, apagando un par de velas. El joven miró a su alrededor con el mismo gesto desdeñoso que había adornado el tono de su voz. Realmente, en el interior no se estaba mucho mejor que afuera, pero al menos no estaba en pie sobre la nieve. Era deprimente mirar aquel escenario. El pequeño vestíbulo se alargaba hasta formar un pasillo suspendido en medio de ninguna parte, un puente hacia otra puerta robusta, que hacía de entrada hacia un enorme y ancho pilar de piedra. Éste subía hacia lo alto de la fortaleza, derivando de sí mismo otros puentes, cuyo destino y fin no podían verse. Estaba muy oscuro, y en los vanos no había ventanas. Con un resoplido, el hombre volvió a mirar al soldado, que lo observaba con nerviosismo.

-Me dijeron que era urgente cuando me avisaron esta mañana- observó enarcando una ceja. El soldado asintió.

-Sí, mi señor… Veréis…

-¿Se ha fugado alguna?

-No, no mi señor, por supuesto que…

-¿Se ha fugado ella?- lo interrumpió con hastío.

-¡Mi señor!- el soldado pareció ofendido.- Desde luego que no. La seguridad de estos muros queda garantizada. Pero sí que se trata de ella, mi señor.

-¿Ya ha muerto?

-No, alteza- el joven pareció disgustarse al recibir esa negativa. El solado prefirió no hacer caso de ese gesto.- Se ha puesto de parto. La Vieja Rasmen pensó que quizá deberíais saberlo.

El joven volvió a resoplar, poniendo los ojos en blanco.

-No sé cómo esa mala bruja sigue aquí- masculló, y luego miró al soldado con dureza.- ¿Para eso me habéis hecho venir desde Sys-Kyalak? ¿Para decirme que se ha puesto de parto? No es la primera que llega embarazada, y tampoco es la primera que hace llegar una criatura piojosa a este mundo…

-Bueno, mi príncipe…- tartamudeó el soldado, jugueteando con sus manos como si fuera un niño pequeño al que han pillado en medio de una travesura.- A fin de cuentas es vuestra esposa, y ese niño será…

-No- lo cortó su superior, con tono súbitamente enfurecido.- No te atrevas a decir que ese niño será mi hijo. No te atrevas. Y no vuelvas a decir que ella es mi esposa, porque esa furcia no se merece ni siquiera el tratamiento de ser humano- sus ojos pasearon por el enorme pilar que tenía a pocos metros de sí. Se pasó una mano por el mentón, pensativo.- Éste era el mejor castigo que podría haberle impuesto después de su traición. Esta prisión fue creada para llenar sus muros con los que traicionan los dictados de nuestro Dios, y creí que no sobreviría mucho… Que no llegaría a tener ese bastardo…

Se hizo un silencio entre los dos hombres. El soldado miraba con miedo a su señor, y éste lo ignoraba, perdido en un hilo de pensamientos invisibles. En ese oscuro vestíbulo no se oía nada más que el silencio, pero unos pocos pisos más arriba, llegaban los ecos amortiguados de voces femeninas, resonando más alto de lo normal. Un par de soldados que caminaban despacio por uno de los puentes se detuvieron a escuchar, y lo mismo hizo el que hablaba con el pensativo joven. La mirada dura y fría de éste pareció hacerse más terrible cuando se percató de que todos deseaban saber lo que pasaba con la mujer que estaba dando a luz. La ira que le inspiraba aquel hecho sobrepasaba con creces su desprecio hacia la parturienta. Tenía que hacer algo, tenía que impedir a toda costa que se extendiera el recuerdo de esa mujer que sólo le había traído desgracia, y por supuesto, tenía que quitarse de en medio cualquier mocoso indeseado. Una idea le alumbró, una idea terrible, pero que, según él, haría honor a la justicia, que era lo que creía merecerse. El príncipe, súbitamente, cerró una de sus manos grandes y fuertes alrededor del cuello del soldado, estampándolo contra uno de los muros de piedra en medio de un ruido de hierro.

-Escúchame bien- exigió con severidad, apuntándolo con el dedo índice de la otra mano.- Si ese parto no la mata, quiero que lo hagas tú. Y en cuanto al crío… Si es niño, mátalo también. Si es niña…- el príncipe guardó un momento de silencio, mientras el soldado boqueaba intentando recuperar el aire. El joven aflojó un poco su presa, al tiempo que pensaba con optimismo que no pasaría nada si salía un bebé de sexo femenino. ¿Qué daño podía hacerle una mocosa? Sería sangre derramada para nada, y no quería problemas con su padre- Bien, déjala que intente sobrevivir aquí dentro. Tratadla como una prisionera más, si queréis, inventaos unos cargos por si hace preguntas. Pero jamás le digáis la verdad, si es que llega a vivir lo bastante para querer saberla. Sólo en caso de que salga una niña. Si no, quiero a esos dos más muertos que mi tatarabuelo, ¿entendido?

-Mi señor… Yo… Matar a una criatura inocente y a la princesa… No sé si es lo correcto…- el soldado estaba muerto de miedo, por su conciencia y su moral. El príncipe, a quien aquellas cosas importaban muy poco, volvió a golpearlo contra la pared. Su rostro ya no era en absoluto regio y altivo; estaba furioso, y su tez, enrojecida, lo hacía similar a un demonio.

-Si me entero de que has desobedecido mis órdenes, yo mismo me encargaré de torturarte antes de regalarte la más dolorosa de las muertes. Y créeme… Me enteraré- le amenazó en voz baja su interlocutor. El soldado palideció todavía más, y sólo halló fuerzas para asentir levemente, en silencio. Se había quedado sin palabras. El príncipe sonrió satisfecho, y lo soltó despacio. Mientras el soldado trataba de recobrarse del susto y de hacer llegar a sus pulmones el aire de nuevo, de forma normal, el joven volvió a mirar hacia arriba. Algo había cambiado, estaba cambiando en ese preciso instante. El relativo silencio que había reinado hasta entonces se vio interrumpido por un grito, un grito feroz, horrible, el aullido de alguien que sufre lo indecible. Él conocía aquella forma de chillar, aquel sonido desgarrador que secretamente le había gustado provocar. Conocía muy bien la garganta que lo estaba profiriendo. Y ojalá no lo hubiera hecho. Arrugó su gesto, y se volvió al soldado, que se había quedado muy quieto, temiendo romper el ambiente con el chirriar de su armadura. Quién iba a decirlo de él, un hombre por lo general valiente, leal… Lo que se esperaba de un capitán de la guardia, en resumidas cuentas. El joven hizo un ademán desdeñoso al mirarlo.

-Ya tienes un mandato. Si eres inteligente, lo cual dudo muchísimo…- frunció un poco el ceño.- Digamos que si quieres seguir con vida, lo cumplirás. No volváis a llamarme para estupideces- y con esas últimas palabras, el príncipe se volvió hacia el portón, y abriéndolo él mismo, salió de la fortaleza. El oficial se quedó ahí, temblando un poco, con el frío de la noche por única compañía, con la mente en blanco. Fue a cerrar la puerta, y encendió de nuevo las velas que se habían apagado con la entrada del egoísta y altivo efebo, como simbolizando su personalidad, en un vano intento de dar más calor al vestíbulo. Se bajó la capucha de cota de malla, con un suspiro, y se pasó una mano por la frente sudorosa.