domingo, 17 de abril de 2011

Athelion (Capítulo IV)

Invirtió los últimos minutos de su vida en cantar esa dulce y suave melodía una vez más para su hija, una chiquilla que no abría los ojos, que no lloraba, que respiraba de manera apacible mientras la cabeza de su madre se inclinaba hacia ella…

Hasta que al fin cayó, inerte, sobre su pecho.

Callenda y el capitán se miraron. La mujer tenía los ojos verdes bañados en lágrimas, y cogió a Athelion entre sus brazos, dejando que alguna traza del llanto cayera sobre su pequeña frente, bautizándola involuntariamente en una fe que no había elegido, introduciéndola en un mundo que sería muy duro, una vida que no la trataría bien. El capitán pensó que más le hubiera valido a la niña morir con su madre. Se preguntó qué bien podría hacerle sobrevivir en una cárcel llena de dolor, de recuerdos afilados como cristales rotos y de rabia acumulada sin poder decirle a nadie quién era, porque ni siquiera ella iba a saberlo. Posando una mano sobre el hombro de Callenda, la hizo incorporarse. Los dos se miraron de nuevo, el capitán le secó las lágrimas y olvidó por un segundo que él era el superior y ella una prisionera.

-Creo que la niña no podría haber caído en mejores manos- comentó el hombre mientras se inclinaba sobre la cama, cogiendo en volandas el cuerpo muerto de Aeluna. Callenda volvió la mirada al suelo.

-Me lo tomaré como un cumplido, aunque maldita la hora, la verdad- masculló Callenda. El capitán asintió en silencio, saliendo con la princesa sin vida del cuartucho en el que se encontraban, dejándola sola con el bebé. No dijeron nada más, nunca, pero los dos sabían que les sería imposible olvidar aquella noche, así pasaran cien años o cien mil. Seguirían recordando a la princesa Aeluna, condenada al cautiverio por amar demasiado; seguirían recordando el nacimiento de la joven Athelion, una niña cuyo destino estaba aún por escribir. Y sobretodo, pensarían siempre en Praxémiones, el príncipe que sostenía en sus manos los hilos de todos ellos, haciéndolos sentir como vulgares marionetas de una obra de teatro, una macabra y difícil obra de teatro en la que estaban en juego muchas cosas. Demasiadas.

jueves, 24 de marzo de 2011

Athelion (Capítulo III)

Las manos de Callenda en su vientre estaban tan frías… Dudó si debía decírselo, si debía pedirle que no las tuviera en su piel, porque ella no sabía nada de dar a luz ni ser madre, pero Callenda sí. Una nueva oleada de dolor la sacudió, y el trapo en su boca no fue un impedimento para dejar escapar un berrido de dolor que hizo temblar los muros de la fortaleza. El capitán le acarició los rizos de ébano, mientras Callenda decía algo que no alcanzó a comprender. Se centró en la voz suave y cálida del hombre que estaba a su lado, preocupado por ella, sin importarle que fuera la más odiada de las prisioneras del príncipe. Le estaba diciendo algo. Aeluna intentó escucharle, mientras empujaba y lloraba y sollozaba por pura inercia.

-Si pudierais elegir, princesa, ¿qué queréis que sea? ¿Niño o niña?- preguntaba el capitán. Ella dudó un momento.

-No lo sé. Quiero que… Que viva… Libre y con… Con justicia… No me importa lo que sea…

El capitán se mordió el labio inferior, al tiempo que Callenda murmuraba cosas para sí, sin atender a la conversación. Volvió a deslizar sus dedos por los rizos negros de la princesa, que había vuelto a cerrar los ojos y apretaba los dientes.

-Dios, no puedo, no puedo, ¡NO PUEDO!- vociferó.

-¡Sí que puedes!- contestó Callenda con autoridad.

-Sí que podéis, princesa- susurró.- Sólo un poco más, por vuestro bebé, por la justicia, ¿sí?

-¡Vamos, Aeluna, ya le veo la cabeza! ¡Ya falta poco!- Callenda no sabía si decía eso porque era cierto o para animarla, pero en cuanto volvió a bajar la mirada, en efecto, una cabeza pequeña y ensangrentada hacía esfuerzos por asomarse al mundo. La comadrona contuvo una exclamación de sorpresa e impulsó a la madre a seguir empujando, ayudando mientras a la criatura a salir. Era una cosa muy pequeña, muy pequeña, pero con un aspecto sano, a pesar de todo. En el grito de Aeluna hizo salir a su bebé, al fin, entero. Callenda notó sus ojos lagrimeantes, mientras le daba la palmada de rigor para abrirle los pulmones a la criatura. Era una niña, una niña llena de restos del interior de su madre, una niña que aún estaba unida a ella por el cordón umbilical, pero una niña muy bonita. Aunque estaba arrugada, llena de sangre, aunque en teoría debería parecer más un renacuajo pasado por una sartén, era una niña muy bonita. Tal vez era por ese instinto maternal no desarrollado correctamente que Callenda sabía que tenía, pero ella la veía con esos ojos. Se secó la mirada verde y sonrió emocionada, cogiendo las tijeras que le habían traído de las cocinas y cortando el cordón umbilical mientras sostenía al bebé sollozante con el otro brazo. Aeluna no paraba de sangrar, pero eso la comadrona no lo vio como algo anormal. Se dijo a sí misma que serían los restos de placenta, que salían con premura.

-¿Está bien? ¿Está sano?- preguntó el capitán. Callenda negó con la cabeza y el pobre hombre ahogó un grito desesperando.

-No seáis exagerado… Está sana, no sano.

-Qué susto, mujer…

-¿Es niña?- la voz débil de Aeluna interrumpió los jadeos en los que había estado sumida hasta ese momento. Callenda asintió y se inclinó sobre ella para que cogiera a su hija en brazos. Aeluna miró a la niña sin poderse creer que fuera real. Callenda y el capitán se apartaron a una esquina, mirándose con una sonrisa que en seguida congelaron. Por norma moral y decreto real, no debían llevarse bien. Ella no debía sonreírle así porque sí, y él no debía tratarla con respeto en absoluto. Carraspeando, apartaron la mirada el uno del otro y Callenda enrolló un mechón de su pelo castaño alrededor de su dedo. Aeluna estaba ajena a ese intercambio de comportamiento humano, mirando a su niña, limpiándola con cuidado y murmurando palabras cargadas de dulzura. Se incorporó hasta quedar sentada, y acunó al bebé, que poco a poco fue disminuyendo el volumen de su llanto. La voz de Aeluna, que ya no temblaba, cantaba una canción en un idioma que ni el capitán ni Callenda conocían, pero que ambos guardarían en su memoria para siempre, por su misterio, por su dulzura, esa melodía que ascendía en espiral y descendía haciendo curvas hasta los oídos de la niña. Ésta aún no había abierto los ojos; ahora los tenía cerrados como si fuera a dormirse. Aeluna besó la frágil cabeza de su hija al terminar de cantar, acariciándole la mejilla rojiza con su mano pálida. Callenda se adelantó unos pasos, tímidamente, y se sentó a los pies de la cama, con cuidado de no mancharse de sangre, esa sangre roja que estaba encharcando las sábanas. La mujer frunció el ceño, ya preocupada, pero... No se atrevió a irrumpir en los susurros de Aeluna, aunque sí identificó que éstos eran una palabra que se repetía.

-Athelion… Mi pequeña Athelion…- murmuraba Aeluna, mirando embelesada a la niña, que ahora dormía tranquila en los brazos de su madre.

-¿Qué significa Athelion?- quiso saber el capitán, preguntando en voz baja, apostado en su rincón.

-Justicia- contestó la princesa, cerrando los ojos en una mueca de dolor.- Espero que su nombre logre proporcionársela en algún momento de su vida. Y espero que alguno de vosotros lo vea, mis queridos amigos.

-Tú lo verás, Aeluna- aseguró Callenda, acariciando la pierna de su joven amiga con cariño. Pero ésta negó con la cabeza, rozando con sus largos rizos negros la nariz de la pequeña Athelion.

-Callenda, las dos sabemos que me queda muy poco para vivir… Praxémiones estará contento. Moriré aquí, como él deseaba- hizo una mueca irónica, antes de que su gesto se enterneciera al bajar los ojos a su bebé.- Sólo espero que herede los ojos de su padre… Así todo el mundo sabrá quién es- la mirada verde de la princesa paseó por los rostros compungidos de la matrona y el capitán.- Prometedme que la cuidaréis. Pero no le digáis la verdad hasta el momento adecuado, hasta que sea lo bastante mayor para comprender y actuar en consecuencia…

-Aeluna, no digas eso- suplicó Callenda, que parecía a punto de llorar. Su mano se volvió roja al hundirse en la marca que estaba dejando la joven madre al desangrarse. El capitán miró a la princesa con pena. Ésta no intercambió con ellos ningún gesto. Sólo tenía ojos para su pequeña. Palidecía, se quedaba ojerosa, estaba muriendo lenatemente y lo sabía.

domingo, 20 de marzo de 2011

Athelion (Capítulo II)

Bueno, sus órdenes no incluían ningún término que dijera que no podía hacer nada por la princesa en esos momentos. De alguna manera, le tenía cariño a esa muchacha, y tal vez fuera por su inexperiencia, pero el soldado no veía el pecado en sus acciones, y su conciencia le dictaba que debía ayudar a los débiles, no importaba lo que hubieran hecho. De modo que se encaminó hacia el pilar, que por dentro estaba hueco, únicamente atravesado por una escalera que se retorcía en espiral, unido a los puentes por nervios de piedra. La armadura resonaba contra el cilindro pétreo, y la respiración del soldado acompañaba a ese eco en su ascenso a ninguna parte. Cuando abrió una de las puertas, se encontró de bruces con otro guardia, más joven que él, enjunto y pequeño.

-Ahora iba a ir a buscaros, capitán- dijo con voz ligeramente histérica.- La princesa está…

-Lo sé- interrumpió con suavidad el capitán, poniendo una mano en el hombro de su compañero. El otro no necesitó que le ordenase que le condujera hasta ella. De nuevo un chillido, aunque esta vez se oyó más cerca, y era mucho más terrible. Los dos militares se apresuraron en adentrarse en un largo túnel situado al final del puente de piedra. Las paredes de ese túnel venían adornadas con puertas, y apenas estaba iluminado. Toda la luz parecía habérsela quedado una habitación en concreto, de la que no dejaban de entrar y salir personas. Un par de soldados se apoyaban en los muros, en una postura tensa, preparados para ayudar si hacía falta, aunque lo cierto es que su presencia estaba de más. Todo el mundo sabía que un parto era cosa de mujeres, y dos hombres no harían más que entorpecerlo todo. Una chica pequeña y delgada entró en la habitación con una cuba llena de agua, y el capitán esperaba que fuera agua caliente. Se adelantó, ordenando a su compañero que, si no deseaba irse, que se quedara fuera de la habitación. Él entró, comprobando que ahí había mucha más gente de la necesaria. Al menos seis mujeres se apiñaban cotorreando y en estado de nerviosismo extremo en torno a una cama, en la que había una séptima mujer, abierta de piernas y temblando, con una barriga tan grande que apenas podía verse su cara. El capitán silbó con fuerza, imponiendo silencio. Las señoras lo miraron, entre asustadas y sorprendidas.

-Todas fuera. Menos tú, Callenda- dijo, señalando con la mirada a una matrona de largo pelo castaño y ondulado que se situaba justo al lado de la parturienta y le cogía la mano. Ella asintió y siguió murmurándole cosas tranquilizadoras a la princesa, que tenía entre los dientes un trapo arrugado, y lo mordía con todas sus fuerzas.

-Capitán… Tal vez alguna más debería quedarse…

-No- replicó él con firmeza.- Sólo se quedará Callenda, y como las demás no os vayáis ya, os prometo que os daré de azotes hasta ver claramente el hueso de vuestra columna vertebral. Largo.

Ante la amenaza, todas salieron en fila, y el capitán cerró la puerta una vez se hubo marchado la última. La princesa gruñó de dolor, su voz deseando gritar amortiguada por el trapo. Callenda le pasó una mano por su frente, perlada en sudor, y humedeció otro trapo en un cubo que tenía a su lado. Las gotas de agua se perdieron en los rizos negros de la dama. El capitán se arrodilló al lado de la matrona y la miró a los ojos.

-Dime qué hago- suplicó el militar, incapaz de quedarse quieto mientras la princesa se moría de sufrimiento. Callenda entrecerró su mirada verde, la paseó por el cuerpo semidesnudo de la parturienta, y miró su mano, atrapada por la de ella.

-Dadle la mano- urgió la comadrona.- Yo me encargo de sacar a la criatura. Humedecedle la frente cada poco tiempo, y cercioraos de que muerde el trapo. No debe gritar demasiado, o perderá fuerzas.

-Está bien- convino el capitán, cambiando con rapidez su puesto con el de ella. Callenda se irguió cuan alta era y miró a la princesa, que cerraba los ojos con fuerza, reprimiendo otro chillido. Se acabaría quedando inconsciente del esfuerzo.

-Aeluna, mírame- exigió Callenda, llamando a la princesa por su nombre.- Mírame- repitió en voz más alta, y la interpelada obedeció a duras penas, abriendo sus ojos color tierra reverdecida.- Voy a sacar a tu bebé de ahí dentro, pero tienes que colaborar. Yo sé que duele, créeme, lo sé muy bien, pero intenta concentrarte en otra cosa, ¿de acuerdo? Agarra con fuerza la mano del capitán… Esto os va a hacer daño, por cierto- añadió mirando al militar. Él tragó saliva, pero ofreció su mano a la princesa.- Muy bien. Y quiero que cuando yo te diga “empuja”, lo hagas con todas tus fuerzas, ¿entendido? ¿Me entiendes, Aeluna?

La muchacha asintió, con su joven y pálido rostro bañado en lágrimas. El capitán le murmuró torpemente unas pocas palabras de ánimo, diciendo cosas de las que ni siquiera él estaba seguro, rogando a los cielos que el parto fuera rápido, porque, por muy delicada que pareciera, la princesa tenía una fuerza espeluznante… Y si seguía así, acabaría con los dedos triturados. Callenda suspiró y se agachó de nuevo, palpando la barriga hinchada con expresión crítica. Se pasó una mano por el pelo.

-Bien, bien… Esto va para largo- musitó, para desgracia del capitán. La mujer ni siquiera miró su expresión horrorizada, y volvió a reconocer la tripa donde el bebé estaba campando a sus anchas. Pequeño monstruito, pensó Callenda, antes de trasladarse a los pies de la cama. Separó un poco más las piernas de Aeluna con sus manos frías, y se alegró de que el oficial hubiera cerrado la puerta. Más de uno y más de una se hubiera emocionado en exceso ante esa visión de la puerta de la vida. Afuera podía oír los murmullos preocupados de unos y otras, por una vez, soldados y prisioneras unidos por el mismo sentimiento. Qué ironía y qué desgracia que hubieran decidido ponerse de acuerdo aquella misma noche. Callenda gruñó algo, repitió por tercera vez el procesor de tocar el vientre de la princesa, y asintió para sí misma. Colocó una de las toallas que habían traído justo en el borde de las nalgas de Aeluna, inspiró hondo y la miró.

-¿Estás lista, pequeña?- dijo cariñosamente, y una vez más, la chica asintió, con un brillo de valentía reluciendo en sus ojos oscuros. El capitán miró a Callenda con admiración, y él mismo sintió que su sangre se llenaba de coraje. Apretó con fuerza la mano de la parturienta, y sus susurros de aliento adquirieron más fuerza.

-Vamos allá…- Callenda se arremangó.- Aeluna… Uno, dos y tres, ¡empuja!

Ella obedeció. Empujó, con toda su alma, con todo su ser, como si quisiera sacar de dentro de sí al peor demonio existente sobre el mundo y sólo dependiera de ella hacerlo. Pero no era un demonio. Era un bebé, su bebé, su hijo. Aeluna se imaginaba que la criatura sería tan hermosa como lo era el padre, o incluso más, porque también tendría rasgos de ella. Aeluna pensaba que tal vez a ella no, pero que a su hijo sí que le dejarían salir de ahí… No había hecho nada… La voz del capitán a su lado se desdibujaba un poco, y no se dio cuenta hasta que no volvieron a humedecerle la frente de que no estaba sintiendo nada. Nada más que dolor, y para ella el dolor era un viejo conocido.

-¡Aeluna!- le llegó el tono imperioso de Callenda desde algún lejano rincón del universo.- ¡Hazme el favor y no te me vayas ahora! ¡Te necesito aquí! ¡Empuja otra vez!

Y otra vez empujó. Otra vez dejó que su fuerza saliera gota a gota de su cuerpo, con cada traza de sudor, con cada lágrima, porque total, ¿qué importaba? Ella ya había vivido lo que tenía que vivir. Si sacrificarse quería decir que su bebé nacería, se hubiera sacrificado quinientas veces.

domingo, 6 de marzo de 2011

Athelion (Capítulo I)

Las malas lenguas cuentan que era noche cerrada cuando sucedió. Cuentan que era una de las pocas noches de invierno en las que el cielo podía verse con meridiana claridad. Las estrellas relucían, distinguiéndose unas de otras, como si compitieran para ver cuál brillaba más. Reflejaban sus cristales de fuego lejano en la nieve blanda que cubría todo el reino de Laudarit. En el silencio y el frío nocturno, la luna ayudaba al blanco a ser más puro todavía. Aquellos que observaron desde sus ventanas el cielo y la tierra no podían creerse que la noche fuera tan hermosa, pero ahí estaba, centelleando en todo su esplendor oscuro. El viento no se molestaba en enfadarse y soplar con fuerza, porque le era imposible ante semejante belleza. Jugaba con la nieve que se engarzaba en las ramas de los árboles; jugaba a meterse entre las pieles de los animales del bosque y despertarlos. Sí, el viento se sentía retozón, alegre, vivo, y como príncipe del espacio que era, nadie podía impedirle saltar, brincar, volar.

Sin embargo, mientras daba una vuelta de campana en un rincón del Bosque del Este, algo le llamó la atención. En ese bosque había un único camino amplio y seguro que se dirigía hacia el norte, y muy pocas veces era transitado. Sin embargo, ahora, un carruaje muy lujoso y ricamente decorado avanzaba por la nieve como buenamente podía. Los caballos resoplaban y piafaban, y el cochero, si no tiritaba, los instaba a darse más prisa, haciendo que el carricoche acelerara. El viento lo siguió, muerto de curiosidad. Nunca había visto un carruaje de tales características por aquellos lares, y se preguntó que podría interesar al propietario que se encontrase allí. Al el norte del bosque no había nada. Nada más que una fortaleza impenetrable, fría y lúgubre, la cual no llamaba la atención del aire revoltoso. Y a pesar de todo, el carruaje parecía dirigirse hacia allí. Dejando tras de sí un rastro de brisa fría, haciendo que algunos pájaros se despertaran, el príncipe del espacio se detuvo al mismo tiempo que lo hizo el carruaje. De éste descendió un joven, un hombre de no más de veinticinco años, ataviado con una capa de piel para protegerse del frío. Era un hombre muy atractivo. Su rostro pálido, regio y altivo estaba recubierto por una barba muy poco espesa, y el reflejo de la luna aclaraba aún más su pelo rubio. Alto y de constitución fuerte, se cerró la capa. Iba solo; el cochero se había quedado en el carruaje, mirando a la nada, sacudido por los temblores que le provocaba la baja temperatura. El joven se acercó hacia el gran portalón de madera oscura, la única entrada a la fortaleza. Asió uno de los llamadores y golpeó con fuerza. Al poco tiempo, oyó chirriar unos goznes, y un hombre vestido con armadura y provisto de una lanza le recibió.

-Alteza- saludó con voz ronca haciendo una profunda reverencia.- Adelante, por favor, no os quedéis ahí fuera con el frío que hace.

-Gracias- dijo el otro, con un tono despectivo que hacía pensar que realmente no estaba muy acostumbrado a darle las gracias a nadie. Entró en la fortaleza y el aire se coló también, apagando un par de velas. El joven miró a su alrededor con el mismo gesto desdeñoso que había adornado el tono de su voz. Realmente, en el interior no se estaba mucho mejor que afuera, pero al menos no estaba en pie sobre la nieve. Era deprimente mirar aquel escenario. El pequeño vestíbulo se alargaba hasta formar un pasillo suspendido en medio de ninguna parte, un puente hacia otra puerta robusta, que hacía de entrada hacia un enorme y ancho pilar de piedra. Éste subía hacia lo alto de la fortaleza, derivando de sí mismo otros puentes, cuyo destino y fin no podían verse. Estaba muy oscuro, y en los vanos no había ventanas. Con un resoplido, el hombre volvió a mirar al soldado, que lo observaba con nerviosismo.

-Me dijeron que era urgente cuando me avisaron esta mañana- observó enarcando una ceja. El soldado asintió.

-Sí, mi señor… Veréis…

-¿Se ha fugado alguna?

-No, no mi señor, por supuesto que…

-¿Se ha fugado ella?- lo interrumpió con hastío.

-¡Mi señor!- el soldado pareció ofendido.- Desde luego que no. La seguridad de estos muros queda garantizada. Pero sí que se trata de ella, mi señor.

-¿Ya ha muerto?

-No, alteza- el joven pareció disgustarse al recibir esa negativa. El solado prefirió no hacer caso de ese gesto.- Se ha puesto de parto. La Vieja Rasmen pensó que quizá deberíais saberlo.

El joven volvió a resoplar, poniendo los ojos en blanco.

-No sé cómo esa mala bruja sigue aquí- masculló, y luego miró al soldado con dureza.- ¿Para eso me habéis hecho venir desde Sys-Kyalak? ¿Para decirme que se ha puesto de parto? No es la primera que llega embarazada, y tampoco es la primera que hace llegar una criatura piojosa a este mundo…

-Bueno, mi príncipe…- tartamudeó el soldado, jugueteando con sus manos como si fuera un niño pequeño al que han pillado en medio de una travesura.- A fin de cuentas es vuestra esposa, y ese niño será…

-No- lo cortó su superior, con tono súbitamente enfurecido.- No te atrevas a decir que ese niño será mi hijo. No te atrevas. Y no vuelvas a decir que ella es mi esposa, porque esa furcia no se merece ni siquiera el tratamiento de ser humano- sus ojos pasearon por el enorme pilar que tenía a pocos metros de sí. Se pasó una mano por el mentón, pensativo.- Éste era el mejor castigo que podría haberle impuesto después de su traición. Esta prisión fue creada para llenar sus muros con los que traicionan los dictados de nuestro Dios, y creí que no sobreviría mucho… Que no llegaría a tener ese bastardo…

Se hizo un silencio entre los dos hombres. El soldado miraba con miedo a su señor, y éste lo ignoraba, perdido en un hilo de pensamientos invisibles. En ese oscuro vestíbulo no se oía nada más que el silencio, pero unos pocos pisos más arriba, llegaban los ecos amortiguados de voces femeninas, resonando más alto de lo normal. Un par de soldados que caminaban despacio por uno de los puentes se detuvieron a escuchar, y lo mismo hizo el que hablaba con el pensativo joven. La mirada dura y fría de éste pareció hacerse más terrible cuando se percató de que todos deseaban saber lo que pasaba con la mujer que estaba dando a luz. La ira que le inspiraba aquel hecho sobrepasaba con creces su desprecio hacia la parturienta. Tenía que hacer algo, tenía que impedir a toda costa que se extendiera el recuerdo de esa mujer que sólo le había traído desgracia, y por supuesto, tenía que quitarse de en medio cualquier mocoso indeseado. Una idea le alumbró, una idea terrible, pero que, según él, haría honor a la justicia, que era lo que creía merecerse. El príncipe, súbitamente, cerró una de sus manos grandes y fuertes alrededor del cuello del soldado, estampándolo contra uno de los muros de piedra en medio de un ruido de hierro.

-Escúchame bien- exigió con severidad, apuntándolo con el dedo índice de la otra mano.- Si ese parto no la mata, quiero que lo hagas tú. Y en cuanto al crío… Si es niño, mátalo también. Si es niña…- el príncipe guardó un momento de silencio, mientras el soldado boqueaba intentando recuperar el aire. El joven aflojó un poco su presa, al tiempo que pensaba con optimismo que no pasaría nada si salía un bebé de sexo femenino. ¿Qué daño podía hacerle una mocosa? Sería sangre derramada para nada, y no quería problemas con su padre- Bien, déjala que intente sobrevivir aquí dentro. Tratadla como una prisionera más, si queréis, inventaos unos cargos por si hace preguntas. Pero jamás le digáis la verdad, si es que llega a vivir lo bastante para querer saberla. Sólo en caso de que salga una niña. Si no, quiero a esos dos más muertos que mi tatarabuelo, ¿entendido?

-Mi señor… Yo… Matar a una criatura inocente y a la princesa… No sé si es lo correcto…- el soldado estaba muerto de miedo, por su conciencia y su moral. El príncipe, a quien aquellas cosas importaban muy poco, volvió a golpearlo contra la pared. Su rostro ya no era en absoluto regio y altivo; estaba furioso, y su tez, enrojecida, lo hacía similar a un demonio.

-Si me entero de que has desobedecido mis órdenes, yo mismo me encargaré de torturarte antes de regalarte la más dolorosa de las muertes. Y créeme… Me enteraré- le amenazó en voz baja su interlocutor. El soldado palideció todavía más, y sólo halló fuerzas para asentir levemente, en silencio. Se había quedado sin palabras. El príncipe sonrió satisfecho, y lo soltó despacio. Mientras el soldado trataba de recobrarse del susto y de hacer llegar a sus pulmones el aire de nuevo, de forma normal, el joven volvió a mirar hacia arriba. Algo había cambiado, estaba cambiando en ese preciso instante. El relativo silencio que había reinado hasta entonces se vio interrumpido por un grito, un grito feroz, horrible, el aullido de alguien que sufre lo indecible. Él conocía aquella forma de chillar, aquel sonido desgarrador que secretamente le había gustado provocar. Conocía muy bien la garganta que lo estaba profiriendo. Y ojalá no lo hubiera hecho. Arrugó su gesto, y se volvió al soldado, que se había quedado muy quieto, temiendo romper el ambiente con el chirriar de su armadura. Quién iba a decirlo de él, un hombre por lo general valiente, leal… Lo que se esperaba de un capitán de la guardia, en resumidas cuentas. El joven hizo un ademán desdeñoso al mirarlo.

-Ya tienes un mandato. Si eres inteligente, lo cual dudo muchísimo…- frunció un poco el ceño.- Digamos que si quieres seguir con vida, lo cumplirás. No volváis a llamarme para estupideces- y con esas últimas palabras, el príncipe se volvió hacia el portón, y abriéndolo él mismo, salió de la fortaleza. El oficial se quedó ahí, temblando un poco, con el frío de la noche por única compañía, con la mente en blanco. Fue a cerrar la puerta, y encendió de nuevo las velas que se habían apagado con la entrada del egoísta y altivo efebo, como simbolizando su personalidad, en un vano intento de dar más calor al vestíbulo. Se bajó la capucha de cota de malla, con un suspiro, y se pasó una mano por la frente sudorosa.