domingo, 17 de abril de 2011

Athelion (Capítulo IV)

Invirtió los últimos minutos de su vida en cantar esa dulce y suave melodía una vez más para su hija, una chiquilla que no abría los ojos, que no lloraba, que respiraba de manera apacible mientras la cabeza de su madre se inclinaba hacia ella…

Hasta que al fin cayó, inerte, sobre su pecho.

Callenda y el capitán se miraron. La mujer tenía los ojos verdes bañados en lágrimas, y cogió a Athelion entre sus brazos, dejando que alguna traza del llanto cayera sobre su pequeña frente, bautizándola involuntariamente en una fe que no había elegido, introduciéndola en un mundo que sería muy duro, una vida que no la trataría bien. El capitán pensó que más le hubiera valido a la niña morir con su madre. Se preguntó qué bien podría hacerle sobrevivir en una cárcel llena de dolor, de recuerdos afilados como cristales rotos y de rabia acumulada sin poder decirle a nadie quién era, porque ni siquiera ella iba a saberlo. Posando una mano sobre el hombro de Callenda, la hizo incorporarse. Los dos se miraron de nuevo, el capitán le secó las lágrimas y olvidó por un segundo que él era el superior y ella una prisionera.

-Creo que la niña no podría haber caído en mejores manos- comentó el hombre mientras se inclinaba sobre la cama, cogiendo en volandas el cuerpo muerto de Aeluna. Callenda volvió la mirada al suelo.

-Me lo tomaré como un cumplido, aunque maldita la hora, la verdad- masculló Callenda. El capitán asintió en silencio, saliendo con la princesa sin vida del cuartucho en el que se encontraban, dejándola sola con el bebé. No dijeron nada más, nunca, pero los dos sabían que les sería imposible olvidar aquella noche, así pasaran cien años o cien mil. Seguirían recordando a la princesa Aeluna, condenada al cautiverio por amar demasiado; seguirían recordando el nacimiento de la joven Athelion, una niña cuyo destino estaba aún por escribir. Y sobretodo, pensarían siempre en Praxémiones, el príncipe que sostenía en sus manos los hilos de todos ellos, haciéndolos sentir como vulgares marionetas de una obra de teatro, una macabra y difícil obra de teatro en la que estaban en juego muchas cosas. Demasiadas.

jueves, 24 de marzo de 2011

Athelion (Capítulo III)

Las manos de Callenda en su vientre estaban tan frías… Dudó si debía decírselo, si debía pedirle que no las tuviera en su piel, porque ella no sabía nada de dar a luz ni ser madre, pero Callenda sí. Una nueva oleada de dolor la sacudió, y el trapo en su boca no fue un impedimento para dejar escapar un berrido de dolor que hizo temblar los muros de la fortaleza. El capitán le acarició los rizos de ébano, mientras Callenda decía algo que no alcanzó a comprender. Se centró en la voz suave y cálida del hombre que estaba a su lado, preocupado por ella, sin importarle que fuera la más odiada de las prisioneras del príncipe. Le estaba diciendo algo. Aeluna intentó escucharle, mientras empujaba y lloraba y sollozaba por pura inercia.

-Si pudierais elegir, princesa, ¿qué queréis que sea? ¿Niño o niña?- preguntaba el capitán. Ella dudó un momento.

-No lo sé. Quiero que… Que viva… Libre y con… Con justicia… No me importa lo que sea…

El capitán se mordió el labio inferior, al tiempo que Callenda murmuraba cosas para sí, sin atender a la conversación. Volvió a deslizar sus dedos por los rizos negros de la princesa, que había vuelto a cerrar los ojos y apretaba los dientes.

-Dios, no puedo, no puedo, ¡NO PUEDO!- vociferó.

-¡Sí que puedes!- contestó Callenda con autoridad.

-Sí que podéis, princesa- susurró.- Sólo un poco más, por vuestro bebé, por la justicia, ¿sí?

-¡Vamos, Aeluna, ya le veo la cabeza! ¡Ya falta poco!- Callenda no sabía si decía eso porque era cierto o para animarla, pero en cuanto volvió a bajar la mirada, en efecto, una cabeza pequeña y ensangrentada hacía esfuerzos por asomarse al mundo. La comadrona contuvo una exclamación de sorpresa e impulsó a la madre a seguir empujando, ayudando mientras a la criatura a salir. Era una cosa muy pequeña, muy pequeña, pero con un aspecto sano, a pesar de todo. En el grito de Aeluna hizo salir a su bebé, al fin, entero. Callenda notó sus ojos lagrimeantes, mientras le daba la palmada de rigor para abrirle los pulmones a la criatura. Era una niña, una niña llena de restos del interior de su madre, una niña que aún estaba unida a ella por el cordón umbilical, pero una niña muy bonita. Aunque estaba arrugada, llena de sangre, aunque en teoría debería parecer más un renacuajo pasado por una sartén, era una niña muy bonita. Tal vez era por ese instinto maternal no desarrollado correctamente que Callenda sabía que tenía, pero ella la veía con esos ojos. Se secó la mirada verde y sonrió emocionada, cogiendo las tijeras que le habían traído de las cocinas y cortando el cordón umbilical mientras sostenía al bebé sollozante con el otro brazo. Aeluna no paraba de sangrar, pero eso la comadrona no lo vio como algo anormal. Se dijo a sí misma que serían los restos de placenta, que salían con premura.

-¿Está bien? ¿Está sano?- preguntó el capitán. Callenda negó con la cabeza y el pobre hombre ahogó un grito desesperando.

-No seáis exagerado… Está sana, no sano.

-Qué susto, mujer…

-¿Es niña?- la voz débil de Aeluna interrumpió los jadeos en los que había estado sumida hasta ese momento. Callenda asintió y se inclinó sobre ella para que cogiera a su hija en brazos. Aeluna miró a la niña sin poderse creer que fuera real. Callenda y el capitán se apartaron a una esquina, mirándose con una sonrisa que en seguida congelaron. Por norma moral y decreto real, no debían llevarse bien. Ella no debía sonreírle así porque sí, y él no debía tratarla con respeto en absoluto. Carraspeando, apartaron la mirada el uno del otro y Callenda enrolló un mechón de su pelo castaño alrededor de su dedo. Aeluna estaba ajena a ese intercambio de comportamiento humano, mirando a su niña, limpiándola con cuidado y murmurando palabras cargadas de dulzura. Se incorporó hasta quedar sentada, y acunó al bebé, que poco a poco fue disminuyendo el volumen de su llanto. La voz de Aeluna, que ya no temblaba, cantaba una canción en un idioma que ni el capitán ni Callenda conocían, pero que ambos guardarían en su memoria para siempre, por su misterio, por su dulzura, esa melodía que ascendía en espiral y descendía haciendo curvas hasta los oídos de la niña. Ésta aún no había abierto los ojos; ahora los tenía cerrados como si fuera a dormirse. Aeluna besó la frágil cabeza de su hija al terminar de cantar, acariciándole la mejilla rojiza con su mano pálida. Callenda se adelantó unos pasos, tímidamente, y se sentó a los pies de la cama, con cuidado de no mancharse de sangre, esa sangre roja que estaba encharcando las sábanas. La mujer frunció el ceño, ya preocupada, pero... No se atrevió a irrumpir en los susurros de Aeluna, aunque sí identificó que éstos eran una palabra que se repetía.

-Athelion… Mi pequeña Athelion…- murmuraba Aeluna, mirando embelesada a la niña, que ahora dormía tranquila en los brazos de su madre.

-¿Qué significa Athelion?- quiso saber el capitán, preguntando en voz baja, apostado en su rincón.

-Justicia- contestó la princesa, cerrando los ojos en una mueca de dolor.- Espero que su nombre logre proporcionársela en algún momento de su vida. Y espero que alguno de vosotros lo vea, mis queridos amigos.

-Tú lo verás, Aeluna- aseguró Callenda, acariciando la pierna de su joven amiga con cariño. Pero ésta negó con la cabeza, rozando con sus largos rizos negros la nariz de la pequeña Athelion.

-Callenda, las dos sabemos que me queda muy poco para vivir… Praxémiones estará contento. Moriré aquí, como él deseaba- hizo una mueca irónica, antes de que su gesto se enterneciera al bajar los ojos a su bebé.- Sólo espero que herede los ojos de su padre… Así todo el mundo sabrá quién es- la mirada verde de la princesa paseó por los rostros compungidos de la matrona y el capitán.- Prometedme que la cuidaréis. Pero no le digáis la verdad hasta el momento adecuado, hasta que sea lo bastante mayor para comprender y actuar en consecuencia…

-Aeluna, no digas eso- suplicó Callenda, que parecía a punto de llorar. Su mano se volvió roja al hundirse en la marca que estaba dejando la joven madre al desangrarse. El capitán miró a la princesa con pena. Ésta no intercambió con ellos ningún gesto. Sólo tenía ojos para su pequeña. Palidecía, se quedaba ojerosa, estaba muriendo lenatemente y lo sabía.

domingo, 20 de marzo de 2011

Athelion (Capítulo II)

Bueno, sus órdenes no incluían ningún término que dijera que no podía hacer nada por la princesa en esos momentos. De alguna manera, le tenía cariño a esa muchacha, y tal vez fuera por su inexperiencia, pero el soldado no veía el pecado en sus acciones, y su conciencia le dictaba que debía ayudar a los débiles, no importaba lo que hubieran hecho. De modo que se encaminó hacia el pilar, que por dentro estaba hueco, únicamente atravesado por una escalera que se retorcía en espiral, unido a los puentes por nervios de piedra. La armadura resonaba contra el cilindro pétreo, y la respiración del soldado acompañaba a ese eco en su ascenso a ninguna parte. Cuando abrió una de las puertas, se encontró de bruces con otro guardia, más joven que él, enjunto y pequeño.

-Ahora iba a ir a buscaros, capitán- dijo con voz ligeramente histérica.- La princesa está…

-Lo sé- interrumpió con suavidad el capitán, poniendo una mano en el hombro de su compañero. El otro no necesitó que le ordenase que le condujera hasta ella. De nuevo un chillido, aunque esta vez se oyó más cerca, y era mucho más terrible. Los dos militares se apresuraron en adentrarse en un largo túnel situado al final del puente de piedra. Las paredes de ese túnel venían adornadas con puertas, y apenas estaba iluminado. Toda la luz parecía habérsela quedado una habitación en concreto, de la que no dejaban de entrar y salir personas. Un par de soldados se apoyaban en los muros, en una postura tensa, preparados para ayudar si hacía falta, aunque lo cierto es que su presencia estaba de más. Todo el mundo sabía que un parto era cosa de mujeres, y dos hombres no harían más que entorpecerlo todo. Una chica pequeña y delgada entró en la habitación con una cuba llena de agua, y el capitán esperaba que fuera agua caliente. Se adelantó, ordenando a su compañero que, si no deseaba irse, que se quedara fuera de la habitación. Él entró, comprobando que ahí había mucha más gente de la necesaria. Al menos seis mujeres se apiñaban cotorreando y en estado de nerviosismo extremo en torno a una cama, en la que había una séptima mujer, abierta de piernas y temblando, con una barriga tan grande que apenas podía verse su cara. El capitán silbó con fuerza, imponiendo silencio. Las señoras lo miraron, entre asustadas y sorprendidas.

-Todas fuera. Menos tú, Callenda- dijo, señalando con la mirada a una matrona de largo pelo castaño y ondulado que se situaba justo al lado de la parturienta y le cogía la mano. Ella asintió y siguió murmurándole cosas tranquilizadoras a la princesa, que tenía entre los dientes un trapo arrugado, y lo mordía con todas sus fuerzas.

-Capitán… Tal vez alguna más debería quedarse…

-No- replicó él con firmeza.- Sólo se quedará Callenda, y como las demás no os vayáis ya, os prometo que os daré de azotes hasta ver claramente el hueso de vuestra columna vertebral. Largo.

Ante la amenaza, todas salieron en fila, y el capitán cerró la puerta una vez se hubo marchado la última. La princesa gruñó de dolor, su voz deseando gritar amortiguada por el trapo. Callenda le pasó una mano por su frente, perlada en sudor, y humedeció otro trapo en un cubo que tenía a su lado. Las gotas de agua se perdieron en los rizos negros de la dama. El capitán se arrodilló al lado de la matrona y la miró a los ojos.

-Dime qué hago- suplicó el militar, incapaz de quedarse quieto mientras la princesa se moría de sufrimiento. Callenda entrecerró su mirada verde, la paseó por el cuerpo semidesnudo de la parturienta, y miró su mano, atrapada por la de ella.

-Dadle la mano- urgió la comadrona.- Yo me encargo de sacar a la criatura. Humedecedle la frente cada poco tiempo, y cercioraos de que muerde el trapo. No debe gritar demasiado, o perderá fuerzas.

-Está bien- convino el capitán, cambiando con rapidez su puesto con el de ella. Callenda se irguió cuan alta era y miró a la princesa, que cerraba los ojos con fuerza, reprimiendo otro chillido. Se acabaría quedando inconsciente del esfuerzo.

-Aeluna, mírame- exigió Callenda, llamando a la princesa por su nombre.- Mírame- repitió en voz más alta, y la interpelada obedeció a duras penas, abriendo sus ojos color tierra reverdecida.- Voy a sacar a tu bebé de ahí dentro, pero tienes que colaborar. Yo sé que duele, créeme, lo sé muy bien, pero intenta concentrarte en otra cosa, ¿de acuerdo? Agarra con fuerza la mano del capitán… Esto os va a hacer daño, por cierto- añadió mirando al militar. Él tragó saliva, pero ofreció su mano a la princesa.- Muy bien. Y quiero que cuando yo te diga “empuja”, lo hagas con todas tus fuerzas, ¿entendido? ¿Me entiendes, Aeluna?

La muchacha asintió, con su joven y pálido rostro bañado en lágrimas. El capitán le murmuró torpemente unas pocas palabras de ánimo, diciendo cosas de las que ni siquiera él estaba seguro, rogando a los cielos que el parto fuera rápido, porque, por muy delicada que pareciera, la princesa tenía una fuerza espeluznante… Y si seguía así, acabaría con los dedos triturados. Callenda suspiró y se agachó de nuevo, palpando la barriga hinchada con expresión crítica. Se pasó una mano por el pelo.

-Bien, bien… Esto va para largo- musitó, para desgracia del capitán. La mujer ni siquiera miró su expresión horrorizada, y volvió a reconocer la tripa donde el bebé estaba campando a sus anchas. Pequeño monstruito, pensó Callenda, antes de trasladarse a los pies de la cama. Separó un poco más las piernas de Aeluna con sus manos frías, y se alegró de que el oficial hubiera cerrado la puerta. Más de uno y más de una se hubiera emocionado en exceso ante esa visión de la puerta de la vida. Afuera podía oír los murmullos preocupados de unos y otras, por una vez, soldados y prisioneras unidos por el mismo sentimiento. Qué ironía y qué desgracia que hubieran decidido ponerse de acuerdo aquella misma noche. Callenda gruñó algo, repitió por tercera vez el procesor de tocar el vientre de la princesa, y asintió para sí misma. Colocó una de las toallas que habían traído justo en el borde de las nalgas de Aeluna, inspiró hondo y la miró.

-¿Estás lista, pequeña?- dijo cariñosamente, y una vez más, la chica asintió, con un brillo de valentía reluciendo en sus ojos oscuros. El capitán miró a Callenda con admiración, y él mismo sintió que su sangre se llenaba de coraje. Apretó con fuerza la mano de la parturienta, y sus susurros de aliento adquirieron más fuerza.

-Vamos allá…- Callenda se arremangó.- Aeluna… Uno, dos y tres, ¡empuja!

Ella obedeció. Empujó, con toda su alma, con todo su ser, como si quisiera sacar de dentro de sí al peor demonio existente sobre el mundo y sólo dependiera de ella hacerlo. Pero no era un demonio. Era un bebé, su bebé, su hijo. Aeluna se imaginaba que la criatura sería tan hermosa como lo era el padre, o incluso más, porque también tendría rasgos de ella. Aeluna pensaba que tal vez a ella no, pero que a su hijo sí que le dejarían salir de ahí… No había hecho nada… La voz del capitán a su lado se desdibujaba un poco, y no se dio cuenta hasta que no volvieron a humedecerle la frente de que no estaba sintiendo nada. Nada más que dolor, y para ella el dolor era un viejo conocido.

-¡Aeluna!- le llegó el tono imperioso de Callenda desde algún lejano rincón del universo.- ¡Hazme el favor y no te me vayas ahora! ¡Te necesito aquí! ¡Empuja otra vez!

Y otra vez empujó. Otra vez dejó que su fuerza saliera gota a gota de su cuerpo, con cada traza de sudor, con cada lágrima, porque total, ¿qué importaba? Ella ya había vivido lo que tenía que vivir. Si sacrificarse quería decir que su bebé nacería, se hubiera sacrificado quinientas veces.

domingo, 6 de marzo de 2011

Athelion (Capítulo I)

Las malas lenguas cuentan que era noche cerrada cuando sucedió. Cuentan que era una de las pocas noches de invierno en las que el cielo podía verse con meridiana claridad. Las estrellas relucían, distinguiéndose unas de otras, como si compitieran para ver cuál brillaba más. Reflejaban sus cristales de fuego lejano en la nieve blanda que cubría todo el reino de Laudarit. En el silencio y el frío nocturno, la luna ayudaba al blanco a ser más puro todavía. Aquellos que observaron desde sus ventanas el cielo y la tierra no podían creerse que la noche fuera tan hermosa, pero ahí estaba, centelleando en todo su esplendor oscuro. El viento no se molestaba en enfadarse y soplar con fuerza, porque le era imposible ante semejante belleza. Jugaba con la nieve que se engarzaba en las ramas de los árboles; jugaba a meterse entre las pieles de los animales del bosque y despertarlos. Sí, el viento se sentía retozón, alegre, vivo, y como príncipe del espacio que era, nadie podía impedirle saltar, brincar, volar.

Sin embargo, mientras daba una vuelta de campana en un rincón del Bosque del Este, algo le llamó la atención. En ese bosque había un único camino amplio y seguro que se dirigía hacia el norte, y muy pocas veces era transitado. Sin embargo, ahora, un carruaje muy lujoso y ricamente decorado avanzaba por la nieve como buenamente podía. Los caballos resoplaban y piafaban, y el cochero, si no tiritaba, los instaba a darse más prisa, haciendo que el carricoche acelerara. El viento lo siguió, muerto de curiosidad. Nunca había visto un carruaje de tales características por aquellos lares, y se preguntó que podría interesar al propietario que se encontrase allí. Al el norte del bosque no había nada. Nada más que una fortaleza impenetrable, fría y lúgubre, la cual no llamaba la atención del aire revoltoso. Y a pesar de todo, el carruaje parecía dirigirse hacia allí. Dejando tras de sí un rastro de brisa fría, haciendo que algunos pájaros se despertaran, el príncipe del espacio se detuvo al mismo tiempo que lo hizo el carruaje. De éste descendió un joven, un hombre de no más de veinticinco años, ataviado con una capa de piel para protegerse del frío. Era un hombre muy atractivo. Su rostro pálido, regio y altivo estaba recubierto por una barba muy poco espesa, y el reflejo de la luna aclaraba aún más su pelo rubio. Alto y de constitución fuerte, se cerró la capa. Iba solo; el cochero se había quedado en el carruaje, mirando a la nada, sacudido por los temblores que le provocaba la baja temperatura. El joven se acercó hacia el gran portalón de madera oscura, la única entrada a la fortaleza. Asió uno de los llamadores y golpeó con fuerza. Al poco tiempo, oyó chirriar unos goznes, y un hombre vestido con armadura y provisto de una lanza le recibió.

-Alteza- saludó con voz ronca haciendo una profunda reverencia.- Adelante, por favor, no os quedéis ahí fuera con el frío que hace.

-Gracias- dijo el otro, con un tono despectivo que hacía pensar que realmente no estaba muy acostumbrado a darle las gracias a nadie. Entró en la fortaleza y el aire se coló también, apagando un par de velas. El joven miró a su alrededor con el mismo gesto desdeñoso que había adornado el tono de su voz. Realmente, en el interior no se estaba mucho mejor que afuera, pero al menos no estaba en pie sobre la nieve. Era deprimente mirar aquel escenario. El pequeño vestíbulo se alargaba hasta formar un pasillo suspendido en medio de ninguna parte, un puente hacia otra puerta robusta, que hacía de entrada hacia un enorme y ancho pilar de piedra. Éste subía hacia lo alto de la fortaleza, derivando de sí mismo otros puentes, cuyo destino y fin no podían verse. Estaba muy oscuro, y en los vanos no había ventanas. Con un resoplido, el hombre volvió a mirar al soldado, que lo observaba con nerviosismo.

-Me dijeron que era urgente cuando me avisaron esta mañana- observó enarcando una ceja. El soldado asintió.

-Sí, mi señor… Veréis…

-¿Se ha fugado alguna?

-No, no mi señor, por supuesto que…

-¿Se ha fugado ella?- lo interrumpió con hastío.

-¡Mi señor!- el soldado pareció ofendido.- Desde luego que no. La seguridad de estos muros queda garantizada. Pero sí que se trata de ella, mi señor.

-¿Ya ha muerto?

-No, alteza- el joven pareció disgustarse al recibir esa negativa. El solado prefirió no hacer caso de ese gesto.- Se ha puesto de parto. La Vieja Rasmen pensó que quizá deberíais saberlo.

El joven volvió a resoplar, poniendo los ojos en blanco.

-No sé cómo esa mala bruja sigue aquí- masculló, y luego miró al soldado con dureza.- ¿Para eso me habéis hecho venir desde Sys-Kyalak? ¿Para decirme que se ha puesto de parto? No es la primera que llega embarazada, y tampoco es la primera que hace llegar una criatura piojosa a este mundo…

-Bueno, mi príncipe…- tartamudeó el soldado, jugueteando con sus manos como si fuera un niño pequeño al que han pillado en medio de una travesura.- A fin de cuentas es vuestra esposa, y ese niño será…

-No- lo cortó su superior, con tono súbitamente enfurecido.- No te atrevas a decir que ese niño será mi hijo. No te atrevas. Y no vuelvas a decir que ella es mi esposa, porque esa furcia no se merece ni siquiera el tratamiento de ser humano- sus ojos pasearon por el enorme pilar que tenía a pocos metros de sí. Se pasó una mano por el mentón, pensativo.- Éste era el mejor castigo que podría haberle impuesto después de su traición. Esta prisión fue creada para llenar sus muros con los que traicionan los dictados de nuestro Dios, y creí que no sobreviría mucho… Que no llegaría a tener ese bastardo…

Se hizo un silencio entre los dos hombres. El soldado miraba con miedo a su señor, y éste lo ignoraba, perdido en un hilo de pensamientos invisibles. En ese oscuro vestíbulo no se oía nada más que el silencio, pero unos pocos pisos más arriba, llegaban los ecos amortiguados de voces femeninas, resonando más alto de lo normal. Un par de soldados que caminaban despacio por uno de los puentes se detuvieron a escuchar, y lo mismo hizo el que hablaba con el pensativo joven. La mirada dura y fría de éste pareció hacerse más terrible cuando se percató de que todos deseaban saber lo que pasaba con la mujer que estaba dando a luz. La ira que le inspiraba aquel hecho sobrepasaba con creces su desprecio hacia la parturienta. Tenía que hacer algo, tenía que impedir a toda costa que se extendiera el recuerdo de esa mujer que sólo le había traído desgracia, y por supuesto, tenía que quitarse de en medio cualquier mocoso indeseado. Una idea le alumbró, una idea terrible, pero que, según él, haría honor a la justicia, que era lo que creía merecerse. El príncipe, súbitamente, cerró una de sus manos grandes y fuertes alrededor del cuello del soldado, estampándolo contra uno de los muros de piedra en medio de un ruido de hierro.

-Escúchame bien- exigió con severidad, apuntándolo con el dedo índice de la otra mano.- Si ese parto no la mata, quiero que lo hagas tú. Y en cuanto al crío… Si es niño, mátalo también. Si es niña…- el príncipe guardó un momento de silencio, mientras el soldado boqueaba intentando recuperar el aire. El joven aflojó un poco su presa, al tiempo que pensaba con optimismo que no pasaría nada si salía un bebé de sexo femenino. ¿Qué daño podía hacerle una mocosa? Sería sangre derramada para nada, y no quería problemas con su padre- Bien, déjala que intente sobrevivir aquí dentro. Tratadla como una prisionera más, si queréis, inventaos unos cargos por si hace preguntas. Pero jamás le digáis la verdad, si es que llega a vivir lo bastante para querer saberla. Sólo en caso de que salga una niña. Si no, quiero a esos dos más muertos que mi tatarabuelo, ¿entendido?

-Mi señor… Yo… Matar a una criatura inocente y a la princesa… No sé si es lo correcto…- el soldado estaba muerto de miedo, por su conciencia y su moral. El príncipe, a quien aquellas cosas importaban muy poco, volvió a golpearlo contra la pared. Su rostro ya no era en absoluto regio y altivo; estaba furioso, y su tez, enrojecida, lo hacía similar a un demonio.

-Si me entero de que has desobedecido mis órdenes, yo mismo me encargaré de torturarte antes de regalarte la más dolorosa de las muertes. Y créeme… Me enteraré- le amenazó en voz baja su interlocutor. El soldado palideció todavía más, y sólo halló fuerzas para asentir levemente, en silencio. Se había quedado sin palabras. El príncipe sonrió satisfecho, y lo soltó despacio. Mientras el soldado trataba de recobrarse del susto y de hacer llegar a sus pulmones el aire de nuevo, de forma normal, el joven volvió a mirar hacia arriba. Algo había cambiado, estaba cambiando en ese preciso instante. El relativo silencio que había reinado hasta entonces se vio interrumpido por un grito, un grito feroz, horrible, el aullido de alguien que sufre lo indecible. Él conocía aquella forma de chillar, aquel sonido desgarrador que secretamente le había gustado provocar. Conocía muy bien la garganta que lo estaba profiriendo. Y ojalá no lo hubiera hecho. Arrugó su gesto, y se volvió al soldado, que se había quedado muy quieto, temiendo romper el ambiente con el chirriar de su armadura. Quién iba a decirlo de él, un hombre por lo general valiente, leal… Lo que se esperaba de un capitán de la guardia, en resumidas cuentas. El joven hizo un ademán desdeñoso al mirarlo.

-Ya tienes un mandato. Si eres inteligente, lo cual dudo muchísimo…- frunció un poco el ceño.- Digamos que si quieres seguir con vida, lo cumplirás. No volváis a llamarme para estupideces- y con esas últimas palabras, el príncipe se volvió hacia el portón, y abriéndolo él mismo, salió de la fortaleza. El oficial se quedó ahí, temblando un poco, con el frío de la noche por única compañía, con la mente en blanco. Fue a cerrar la puerta, y encendió de nuevo las velas que se habían apagado con la entrada del egoísta y altivo efebo, como simbolizando su personalidad, en un vano intento de dar más calor al vestíbulo. Se bajó la capucha de cota de malla, con un suspiro, y se pasó una mano por la frente sudorosa.

martes, 8 de junio de 2010

Ángel sin Nombre (Capítulo VI)

10 de Agosto de 2011.

La noche más mágica del año trajo consigo el momento más mágico de mi vida. Ángel se había sacado el carné de moto, y poseía una Honda preciosa, que más que Honda parecía Harley Davidson, en serio. Condujo hasta un prado completamente alejado de las luces de pueblos o ciudades, con todas las estrellas del universo apiñándose para mirarnos. Sacó la mini cadena portátil del guarda cascos, y desatamos los sacos de dormir. No nos preocupamos del termo de café ni de la botella de Coca-Cola. Sabíamos que no íbamos a cerrar los ojos, al menos, no de sueño. Cuando le dio al play y reconocí los acordes de “Who’s your Daddy”, de Lordi, me eché a reír. Había esperado ese momento, y ahora estaba al ciento cincuenta por ciento segura de que era lo que quería. Sin hablar, habíamos llegado los dos a un acuerdo mutuo, cada uno por nuestra parte. Sabíamos que tenía que ser aquella noche, la noche de San Lorenzo.

-Dijiste que no querías dejar de ser casta y pura con baladitas- me recordó Ángel abrazándome. Yo asentí con entusiasmo. Aquella música metal me ponía las pilas, y era como si supiera exactamente lo que tenía que hacer. Todo resultó tan fácil, tan genial… Era mejor de lo que yo había llegado a soñar jamás. Y aquel momento era nuestro, sólo de los dos, aquella noche nos pertenecía a nosotros. La música pasó a un segundo plano, porque estábamos demasiado ocupados en explorar los límites de la intimidad como para prestarle atención. Para los más curiosos y morbosos, sí, se puso goma.

Las estrellas cayeron del cielo la misma noche en la que mi adorado ángel y yo sellábamos un pacto que ni nosotros conocíamos, pero sabíamos que íbamos a mantener siempre.

Y siempre se mantuvo.

FIN.

domingo, 6 de junio de 2010

Ángel sin Nombre (Capítulo VI)

El atardecer sucedió al mediodía, y sólo entonces, ya era estúpido, me sentí con fuerzas para salir. Ahora estaba en recepción un joven que debía ser hijo de la señora. Me acerqué al mostrador a dejarle la llave de la habitación, y la recibió con una sonrisa de amabilidad lobuna que me puso los pelos de la nuca como escarpias. Salí del hostal, y me recibió una fría tarde de noviembre, pero era viernes. Los adolescentes salían de sus casas en grupos, riéndose. Vi a las típicas parejas dentro de los grupos demostrarse su cariño de forma muy efusiva. Los adultos que ya no trabajaban se agolpaban en los garitos, con sus adultas conversaciones provocando carcajadas entre una nube de humo y un mar de cañas. Yo me limité a seguir caminando.

¿Que si tenía realmente la esperanza de encontrarle? Lo cierto es que, de haber pensado racionalmente, no. Seguramente Ángel sabría esconderse, sacando ese instinto de supervivencia tan característico en los humanos, y si ni sus padres ni la pasma lo habían encontrado ya, no iba a hacerlo yo. Pero necesitaba saber que estaba buscándolo. Sentía que si me hubiera quedado en casa lo estaría traicionando. Es como si pudiera llegar a saber que yo estaba ahí, como una medio indigente, perdida en las calles del centro de Madrid, por él, por encontrarlo a él. Sentía que mi búsqueda era una rama segura en mi caída en el acantilado. Si algo llegara a pasarle, me moriría. Literalmente. Los días con su ausencia a mi lado habían sido soportables porque oía su voz prácticamente a diario, recibía cartas suyas cada tres días y sabía que estaba allí, al otro lado del teléfono, detrás de esas palabras escritas. Pero ahora no existía su voz dulce dándome las buenas noches, ni su mano suave deslizándose sobre el papel para escribirme casi obras de literatura en la correspondencia. Ahora estaba en algún lugar, oculto a mis ojos, y lo único que podía hacer era encontrarlo.

No reparé en que estaba cerca del Retiro. Ni en el grupo de jóvenes de mi edad que se detenían al verme pasar. Salí de mi sopor cuando oí la voz de uno de ellos.

-Tíos, esa chica me suena- dijo en tono audible. Yo me detuve y los miré. No los conocía de nada. Eran cinco. Dos de ellos llevaban un corte de militar muy descarado, el pelo realmente corto, en serio. Los otros tres eran unos pijos con la típica sudadera de Bultaco o, en su defecto, Vespa, los pitillos masculinos y las Converse. De haber sido de día, me los podía imaginar con sus Ray Ban centelleando al sol.

-Sí, y a mí- comentó uno de los pijos. Los miré con una ceja alzada y seguí caminando. No sonaban como si fueran pedo, pero alucinaban. No los había visto en mi vida, eso seguro, y no me iban a distraer de mi vana búsqueda, como que me llamo Clara.

Salí a la calle que daba al Retiro. Veía su verja negra poner un fino muro entre Madrid y el parque. El reloj del móvil marcaba las ocho. No sabía a qué hora lo cerraban, pero me arriesgué a ir hacia la puerta. Guay, estaba abierto aún. Dentro de una hora cerrarían la verja. Bueno, pues genial. Igual Ángel estaba en el Retiro, pensé con optimismo. Caminé un buen rato perdida en mi mundo, mirando de vez en cuando a la calle de al lado, que me enseñaba a lo lejos la Puerta de Alcalá, mírala, mírala, mírala, mírala… Silbaba la melodía que Ana Belén había lanzado a la fama con el nombre de ese monumento. Mi mente se puso a divagar en los recuerdos del Madrid de cuando yo era pequeña, cuando había sido tan ingenua de pensar que tenía una familia estable. Me vi a mí y a mi hermanastra jugando con las ardillas que conseguíamos ver, corriendo entre los árboles, con nuestro hermanastro mayor quejándose de que éramos muy ruidosas. Sonreí tenuemente cuando las niñas y el joven de catorce años se desvanecieron como una nube de polvo.

No me di cuenta de que los cinco me seguían hasta que corrieron y se pusieron a mi lado.

-Espera un momento, chica- me dijo uno de los rapados.

-Te conocemos de algo- insistió un pijo con brackets. Yo alcé una ceja e intenté seguir avanzando, pero el otro rapado, el más grande y el más fuerte, interpuso su brazo entre mi cintura y el resto del mundo. Me aparté con brusquedad. En su cazadora distinguí una banda roja con una esvástica. Glup. El chico grande y fuerte sonrió triunfal, un gesto que lo hacía parecer un gorila mirando un banano.

-¡Ya sé! La hemos visto en una foto. Es la pava que estaba pegada en la carpeta de del Lago.- al oír esto se me congeló la sangre de las venas.

Os diréis que qué casualidad que fuera a toparme con la panda de neonazis que estaban detrás de mi novio en mi primera noche, con lo grande que es Madrid. Tengo la teoría de que la vida es una constante ironía, y una continua coincidencia tras otra. Y, con la mala suerte que tengo, las coincidencias desagradables me encuentran con muchísima facilidad.

-¡Es verdad! ¿Dónde está tu novio, guapa? Llevamos detrás de él días…- dijo un pijo achaparradillo, con su cazadora de Bultaco cerrada para protegerlo del frío.

-Sí- sonrió el de los brackets.- Hoy no ha venido a clase el muy mierdas…

Aquello me enfureció.

-Los únicos mierdas que hay aquí sois vosotros, capullos. Os creéis muy gallitos porque la gente no se atreve a toseros, pero sois unos putos gilipollas. Dais asco- escupí, y me di la vuelta antes de ver sus reacciones cambiar de burlonas a furiosas. No esperaba, en serio, no esperaba que fueran a seguirme. El fuerte, el nazi orgulloso de serlo, me agarró del brazo antes de que hubiera alcanzado la salida. Observé con miedo el destello de la navaja.

-Cuidado, guapa. Con nosotros no se juega- me advirtió, alzándola. No había nadie a mi alrededor para ver lo que estaba ocurriendo. Intenté soltarme de la fuerza de hierro de su mano, pero fue inútil.

-En serio, ¿dónde está tu chico? Le debemos una lección.

-No sé dónde está- contesté en un susurro. El navajero se rió, acercando su arma blanca a mi cuello. No iba a dejar que me hiriera, pero si me movía, corría el riesgo de que se clavara la punta y desangrarme ahí mismo. El pijo de la sudadera de Bultaco le frenó.

-Espera que estamos muy a la vista- le dijo en voz baja. El navajero guardó la cuchilla y los siguió a un rincón oculto entre los árboles. No me soltaron, ni pude hacer que me soltaran.

-Igual si te pasa algo a ti se digne a mostrar su culo, ¿no? ¿O ya se le han bajado los humos de héroe?

-Dejadme- supliqué, pero el navajero me estampó contra un tronco. Parecía, y era, el más fiero de los cinco. Los otros se limitaron a mirar. El nazi me hizo un deliberado corte en el brazo. La visión de la sangre no me produjo ninguna impresión, pero me lo tomé como un aviso.

-Por última vez si no quieres que ésta sea la noche en la que dirás adiós al mundo, para que sepas que a nosotros no se nos insulta. ¿Dónde está Ángel del Lago?

-¿Te crees que si lo supiera estaría aquí perdiendo el tiempo con vosotros?- protesté. El chaval se cabreó, se cabreó de veras. Y entonces todo empezó a pasar con mucha rapidez, como si alguien le hubiera dado al botón de acelerar la escena en un DVD. Me pegó un rodillazo en el estómago que casi me hace echar mi primera papilla. Con ese golpe hizo que me doblara. Llevaba botas militares, el muy fantasma. De una patada en el brazo de tiró al suelo; intenté no gritar, ni llorar. Mi móvil salió de mi bolsillo como si no quisiera ser partícipe de lo que estaba pasando. El otro rapado se lo quedó. Mi atacante me cogió del cuello, levantándome del suelo. Yo me asfixiaba, sentía que dejaba de ver, mis ojos se empañaban por unas lágrimas que no llevaban más sentimiento que el dolor. No tenía la navaja a mano, así que intenté hacer un acopio de fuerza y me removí para darle una patada. Acerté justo donde estaba su virilidad, y me soltó dando un grito. Ridículo. Realmente pensé que conseguiría salir de ese círculo en que me había rodeado. Los otros cuatro me cerraron el paso de inmediato, y el herido en sus partes se alzó, de nuevo arma en mano, dispuesto a dar el golpe final. Supuse que si no lo demoraba más era porque yo parecía bastante aria. Siempre me ha dado rabia. Pensé en mi epitafio de adiós para el mundo, y me vino a la cabeza el de Groucho Marx, “Perdonen que no me levante”. En mi cara se dibujó una sonrisa. Si tenía que despedirme, al menos que fuera con un pensamiento alegre. Me pareció oír la voz de mi ángel a lo lejos, mezclada con unas cuantas más… Me centré en la más dulce, que me llamaba al otro lado del túnel de miedo. Si tenía que despedirme, al menos que fuera con una última instancia de que él había existido, de que había formado parte de mi vida… Una vida que siempre había estado dedicada a pensar en él, a dibujar su rostro todas las noches y todos los días, a desear que me hablara, a desear tenerlo entre mis brazos.

Si el nazi me clavó la navaja, no lo noté. De hecho, me encontré liberada de sus manos, en el suelo, y miré a mi alrededor extrañada. Unos hombres altos estaban atando las manos de los cinco gallitos de corral a sus espaldas. Otro se adelantó, e, instintivamente, retrocedí.

-Tranquila, jovencita… Ya ha pasado todo…

-¡CLARA!- chilló una voz muy familiar detrás de ellos, detrás de los neonazis, detrás de todo. Ángel se abría paso entre los policías con gesto frenético. Miró a los que eran sus compañeros de colegio, que de compañeros tenían lo que yo de pelirroja.

-Hijos de puta- escupió, y, sin más, vino hacia mí. La visión de su cara de joven dios me alivió el miedo, el dolor, el shock. Sus ojos hechos de cielo nocturno se clavaron en mi rostro asustado, y en seguida me abrazó, susurrándome palabras tranquilizadoras. Los policías iban a llevarse a los nazis, pero los detuve.

-Es que ése tiene mi móvil- señalé al que no llevaba la esvástica pero estaba rapado. Uno de los maderos se echó a reír, seguramente sorprendido porque pensara en el móvil después de haber estado en el precipicio de una mala experiencia. Me devolvieron el teléfono y se los llevaron, esta vez sí.

Ángel y yo nos miramos y los seguimos. Nos metieron a los dos en un coche patrulla, para declarar seguramente. Todo el rato me encontré protegida en los brazos de mi novio, que me besaba el pelo y la frente. El Madrid nocturno pasó sin sentirse y nos vimos de pronto en la comisaría, donde nos sentaron en unas sillas de plástico y nos dijeron que esperáramos allí al inspector. Entonces, Ángel se volvió hacia mí con gesto serio.

-¿Qué haces aquí, Clara?- preguntó.

-Pues me han traído, igual que a ti. Se supone que yo debería estar en shock, no tú- intenté sonreír, pero él ni siquiera relajó su expresión.

-No, me refiero a aquí en Madrid… ¿Por qué has venido?

-Para buscarte…

-¿Te dijo Diego que me había largado de casa?

-Sí.

-Yo me lo cargo.

-No- le susurré, cerrando mi mano en torno a su chaqueta.- Él no me dijo que viniera. Fui yo, lo decidí sola, no podía quedarme en casa sin…

-Por su culpa casi te matan…

-No, por mi culpa casi me suicido involuntariamente, que no es lo mismo. No lo pagues con él, Ángel. En el fondo la culpa de todo la tienes tú, por pirarte- bromeé. Él no sonrió, pero tampoco añadió más. Se limitó a abrazarme y juntos esperamos a que llegara el inspector.

Nos tiramos allí un total de tres horas. Entre declaraciones e historias hilándose, se nos hicieron las doce. En ese periodo de tiempo llegaron los padres de Ángel, y Victoria se lanzó a sus brazos con tanta vehemencia que casi me chafa a mí por casualidad. Carlos le dio unas palmaditas en la espalda y lo estrechó contra sí, y Diego lo miró vacilante. Mientras presentaban las pruebas, que eran las notas de amenaza, yo hablé con mi madre y se lo conté todo. Me suplicó que volviera a Zaragoza aquella misma noche, pero Victoria no me dejó. Así que negociaron y, al final, no sé cómo, conseguí quedarme hasta el domingo por la tarde. El padre de Ángel me regaló a la mañana siguiente unos vaqueros nuevos y una camiseta, y anularon mi estancia en el hostal, preparándome una cama en su piso del Paseo de la Castellana. Éste era enorme, tenía cuatro habitaciones, cocina híper moderna, un baño gigantesco, salón, comedor y una terraza que ofrecía unas vistas de la transitada calle espectaculares.

El sábado por la mañana, Ángel y yo nos quedamos solos. Aprovechamos para darnos todos los besos que no nos habíamos dado en cuatro meses, y para aclarar lo vivido en los dos últimos días. Me enteré de que en realidad él se había largado porque sabía que los neonazis se escondían en algún sitio, y tenía intención de encontrarlo para denunciar a la policía. Tenía la certeza de que, además de neonazis y gilipollas, eran narcos. Creo que esa noche encontró su vocación de detective. Fue por los suburbios de Madrid en su busca y sin éxito. Pasó toda la noche y toda la mañana siguiente tratando de encontrarlos, sin dormir. Eso había sido evidente, porque me había rescatado con unas ojeras tremendas. Cuando le pregunté que cómo me había encontrado, me dijo que me había visto yendo hacia el Retiro y que estaba viniendo hacia mí cuando vio a los neonazis. Entonces directamente llamó a la policía, sin saber que me estaban atacando. Hasta la llegada de la pasma nos había estado buscando, y, como él mismo dijo, se había contenido a duras penas para no saltar sobre ellos y abrirles la cabeza al verme en el suelo. Yo ahora tenía en el estómago una marca que era la seña del golpe, y en el brazo una grabada suela de bota. Mi chico se sentía culpable, porque si él no se hubiera marchado y hubiera denunciado directamente las amenazas, porque si tal, porque si cual… Tuve que callarlo con un beso extra. Odiaba cuando se ponía así, me recordaba demasiado a cierto vampiro empalagosamente romántico.

El resto del día paseamos por Madrid cogidos por la cintura, abrigados, porque el sábado había amanecido gélido. Tomamos chocolate con churros en el mítico café Gijón, olvidado ya el episodio con los imbéciles esos. De pronto todo era como en verano, y yo volvía a ser feliz. No quería que llegara el domingo por la tarde, pues significaría que tendría que volver a pasar el tiempo hasta verlo de nuevo. Comprobé gratamente que seguía llevando la muñequera. En la cena, Diego me contó que no se la quitaba ni para dormir, y que no se quería imaginar cómo atufaría eso a sudor y a mugre. Se ganó que Ángel le estampara un trozo de varita de pescado en la frente.

El domingo por la tarde llegó, y, curiosamente, no fue el fin del mundo. Aquellos dos días me habían servido para reafirmarme Ángel que me quería tanto como el primer día, que prácticamente para él las chicas no existían ya. Tuve que recomendarle que no volviera a leer Crepúsculo ni Luna Nueva ni ninguno de ésos, y él se echó a reír. Me llevé conmigo un último beso antes de verme en los brazos de mi madre y el parloteo de Ima, que prácticamente hablaba con un entusiasmo que hacía pensar que la aventura la había vivido ella y no yo. Pero estaba más tranquila y más dispuesta a existir.

El año pasó rápido, de hecho.

viernes, 4 de junio de 2010

Ángel sin Nombre (Capítulo V)

Baños de las chicas, ocho y media de la mañana.

-Diego, tío, en serio, me estás acojonando- susurré, encerrada en mi retrete lleno de pintadas, fechas de emparejamiento, muchas de ellas tachadas, y números de teléfono. Hay que ver, macho, era evidente que las chicas que los escribían pensaban que éramos lesbianas; porque lo más normal sería ponerlos en las puertas del baño de los tíos, ¿no?

-Lo siento, Clara, no sé me ocurría a quién más decírselo… Ángel me prohibió hablarlo con nuestros padres…

Eso me olió a chamusquina. Conociéndolo como lo conocía, Ángel contaba con sus padres para casi todo, y si no les decía algo era porque se trataba de un asunto muy fuerte y no les quería preocupar.

-¿Dónde está Ángel? Si es tan grave, ¿por qué no me ha llamado él?- exigí saber, notando cómo por mi garganta descendía un cubito de hielo invisible e intangible, pero que estaba allí. Diego, al otro lado de la línea, parecía nervioso.

-Es que no sé dónde está… Ayer me dijo algo después de llegar del colegio, se piró antes de que volvieran nuestros padres de trabajar… Lo han estado buscando toda la noche por todo el centro de Madrid y nada, han llamado a mis abuelos y tampoco…

-¿Qué te dijo?- le corté, ya que se estaba dejando información. Yo estaba demasiado agitada para tomar decisiones en ese momento, e intenté mantener la cabeza fría y enterarme de todo lo que pudiera. Mi “cuñado” pareció dudar.

-Vamos, Diego, no me hagas ponerme a chillar, que estoy en el colegio. Te dijo que no se lo dijeras ni a Victoria ni a Carlos, pero a mí no me mencionó, así que ya estás largando, o mi histeria caerá sobre ti- lo amenacé, destilando ira en mis palabras. El chico suspiró.

-Verás, él… Bueno, en nuestro instituto hay una pandilla de neonazis…

-¿¡QUÉ!?

-Espera que no he acabado... Hace unas semanas estaban dándole una paliza a un amigo suyo que es egipcio y él se metió por medio… Al principio lo dejaron en paz, pero llegaron las notas y las amenazas, y ayer ya se piró. Sólo se llevó la mochila y su móvil.

-¿Y no le has dicho eso a tus padres?

-¡Me lo prohibió!

-Y qué pasa, si te prohíbe que te pongas la vacuna contra el Ébola, ¿no te la pones?- repliqué, abriendo la puerta del urinario de una patada furiosa.- Díselo YA a tus padres. Y a la policía. Y si encontráis esas notas, enseñadlas. Yo voy a ver qué hago.

-Siento haberte alarmado, Clara…

-Consuélate sabiendo que, si no me lo llegas a decir, también te hubiera cortado los huevos a ti- dije con indiferencia, sin importarme que fuera un niño de trece años.

Colgué y salí del colegio para llegar a casa sin saber que lo hacía. No me había dado cuenta de que había entrado en clase como una fiera y, tras haber cogido mis cosas, me había largado dando un portazo. El asombrado secretario me había visto marcharme y no había dicho nada. No quise imaginarme la cara que llevaba. No me atrevía a llorar. Caminaba mucho más rápido de lo normal, y en diez minutos ya estaba en mi portal, cuando suelo tardar media hora, al menos. Me encontré justo con mi madre saliendo por la puerta. Al principio puso cara de horror al imaginarse que yo estaba haciendo pellas. Pero claro, le tuve que explicar que, si estuviera haciendo pellas, no habría sido tan tonta de ir a casa. Luego le conté lo de la llamada, lo que me había dicho Diego, tanto lo comentado abiertamente como sus dudas reticentes. Entonces mi madre puso cara de auténtico pánico, soltando su carpeta-especial-de-juntas-y-actas-que-llevan-las-mujeres-importantes-barra-señoras-de-negocios. Cuando me abrazó sí derramé un par de lágrimas. En menos de cinco minutos había subido al piso y bajado con las llaves del coche. Dijo que me llevaba a la estación, me dio su cartera de emergencias, rellena con doscientos euros y pico, que al principio no quise coger. Ella insistió tanto que no me quedó más remedio que aceptarla. Además, había acertado de lleno con su razonamiento: “Si no quieres cargar a Carlos y Victoria con la responsabilidad de tenerte en casa, búscate un sitio donde quedarte”. Y es que mi madre es mogollón de enrollada cuando le da la vena, aunque la ocasión no fuera guay para nada. Me aseguró que me disculparía ante Mr. Bosque Sombrío y el director, y medio mundo si hacía falta, y luego me mandó al AVE que salía para Madrid en los próximos cinco minutos. Acomodada en mi asiento de clase turista con ventanilla, saqué el móvil. Busqué en el apartado de llamadas, y encontré el contacto con el que hablaba siempre en ese tipo de situaciones, cuando yo estaba más perdida que un atún en el desierto, histérica, rabiosa, deprimida en plan emo, pero sin ganas de cortarme las venas ni de hacer mi pelo una cortina. Le di al botoncito verde y esperé. Cuando me encontré con el contestador y miré el reloj, vi que eran las nueve y cuarto. Claro, aún estaría en clase, me dije. Guardé el móvil y miré por la ventanilla sin ver nada en absoluto.

Qué tía tan fría, diréis. Ja. No lo sabéis, pero la procesión iba por dentro. Yo sabía que tenía un cuerpo grande, pero no esperaba que dentro de él pudieran ocurrir tantas calamidades juntas. Mi estómago se encogía y se retorcía él solito, como una serpiente. Mi garganta estaba obstruida por el cubito de hielo, mi boca más seca que un cactus, y mi frente perlada en un sudor frío que, de haberlo tenido por toda mi piel, la gente hubiera pensado que yo era un cadáver. El reflejo de la ventanilla me mostraba una cara pintada en el paisaje de secano que atravesaba con rapidez. Era una cara tremendamente pálida, con unas ojeras que iban de las pestañas de abajo hasta el suelo, por lo menos. No, no en plan guapo como los Cullen. Verdaderamente parecía un zombie, os lo digo en serio. Hasta mi pelo aparentaba ser más apagado, y eso que la gente solía decir que yo debía estar alegre porque el sol brillaba siempre en mis cabellos. Sí, el ser humano suele tener ese tipo de delirios, frases que creen que son chulas, bonitas, pero que en realidad nada de nada. No tienen significado ninguno.

No sabía qué hacer para evitar pensar. Se me pasó por la cabeza sacar el libro de Filosofía, mi asignatura favorita, a ver qué me contaban Sócrates y Diógenes y esos tipos de tres mil años de antigüedad. O no tan antiguos, ahí tenemos a Nietzsche, sin ir más lejos. Pero claro, en aquellos momentos yo era una adolescente con pintas de fugada de la cárcel y un careto que pretendía reclamar una terapia de grupo contra las drogas. No me pegaba sacar un libro. Fua. Me dolía la cabeza un montón, pero no me atreví a sacar un Ibuprofeno. Creo que la señora que se sentaba enfrente mío ya tenía bastante metida en la cabeza la idea de que yo era una pastillera. Vale, señora, para usted yo seré una pastillera, pero para mí usted es una vieja loca que parece que en sus tiempos mozos, allá por el siglo diecinueve, vigilaba un manicomio victoriano, qué quiere que le diga. Recrearme en mis pensamientos sarcásticos e ir sacando una vida errónea de la gente era mi vía de escape en aquel viaje que pasó sin sentirse. A las once menos cuarto ya estaba en Atocha, saliendo de los andenes para encontrarme con el vergel ése que tienen los gatos ahí montado. Por cierto, eso de gatos no es un adjetivo descalificativo. Creo que se llaman así porque a finales del diecinueve y principios del veinte se utilizaba mucho como interjección aquello de “¡Miau!”. Y es verdad, en una de las obras de Valle-Inclán, Luces de Bohemia, sale la expresión.

Caminé por las escaleras mecánicas para salir a la superficie y pillar un taxi. El taxista parecía majo, pero me monté en asiento de atrás, porque yo no me fiaba un pelo de los tíos de más de cuarenta que no fueran de mi familia. Le indiqué que me llevara a la calle de Toledo. No sé si estaba realmente lejos o no, pero el trayecto se me hizo corto. Mi madre me había hablado de un hostal económico y mono que estaba allí plantado, en pleno centro (más o menos, porque aún hoy no sé exactamente cuál es el centro del centro del país), y me metí en él de cabeza. La recepcionista me miró con pena cuando me entregó la llave de mi habitación. A las once y cuarto sonó mi móvil. Bien, mi contacto había encendido el teléfono.

-Hola, Cris- abrí la boca por primera vez en mucho rato, y me pareció que mi voz sonaba diáfana y pastosa, como si la hubieran metido en un sitio muy estrecho, o demasiado amplio.

-¿Clara? ¿Dónde estás? ¿Para qué me has llamado antes? ¿No estabas en clase?- me soltó todas aquellas preguntas como una metralleta, y con un tono muy serio. No era propio de ella, observé para mis adentros. Cris, o Ima, como la llamaba yo siempre, tenía la facultad de que generalmente solía ser una tía divertida, mi mejor amiga precisamente por eso, porque siempre me levantaba la moral. Al ver que no contestaba, insistió al otro lado de la línea, urgiéndome a responderle.

-Estoy en Madrid, Ima…- y me lancé a explicarle toda la historia, sentada en una esquina de la cama de colchón duro. Por una vez exterioricé lo aterrada, lo preocupada que estaba; y ella me escuchó sin reaccionar al principio, para luego salir con una respuesta muy lógica, pero que en mi estado de conmoción de hirió en lo más hondo.

-¿Y te crees que si, sus padres no lo han encontrado, vas a hacerlo tú? Seguramente ya habrán puesto a toda la policía en su busca. Miraré esta noche a ver si sale en el telediario…

-No sé, Ima, y no me importa el telediario. Pero tengo que buscarlo, tengo que hacer algo, o me volveré loca.

-¿Más?- intentó bromear mi amiga, pero al momento se dio cuenta de que yo no estaba para coñas. Con un suspiro, me deseó buena suerte y me anunció que tenía que volver a clase. La despedí y me apresuré a darme una ducha. Me pasé la mañana pululando por el hostal. La amable señora de la recepción definitivamente se apiadó de mí y me dio una muda para el día siguiente, y la llave de su baño privado. Me dijo que al menos no estaría con la ducha oxidada. Se lo agradecí con toda mi alma, y también el plano de la ciudad que me proporcionó junto con el de las líneas de metro. Salí y me compré unos sándwiches en un supermercado. Yo siempre comía de sándwich cuando no tenía otra cosa. Me gustaban, me sentía británica, como si fuera la hora del té, en lugar del segundo, cada vez más agonizante, que pasaba sin hacer nada. Puse a cargar el móvil, y en un acto de lúcida estupidez, se me ocurrió probar a ver si Ángel me cogía el teléfono. Su voz en el contestador, una simple grabación (“Hola, soy Ángel, haz de paciente después del -bip-”), me hizo llorar otra vez. Escucharle de nuevo hizo que todas mis células se estremecieran de terror. Me sentía como alguien en medio de la película de Saw, cualquiera de ellas. En completa y constante tensión. Para ahorrarme las malas vibraciones, me puse a estudiar el plano de Madrid. Ajá, calle de Toledo, muy céntrica… Y un montón de calles que me sonaban o en las que había estado. De pequeña, cuando mi padre vivía, veníamos a Madrid a visitar a una tía mía, que vivía cerca de la Puerta del Sol. En aquellos días se me había hecho tan fácil caminar por la capital, tan llevadero, tan divertido… Ahora se me hacía un mundo, agobiante, como si me hubieran dicho que tenía que recorrerme todo Estados Unidos en un día. Supongo que para Willie Fogg no habría problema. Intenté reírme de mi chiste pésimo, pero sonó como una sierra arañando una pared. El dolor de cabeza no remitía, así que, ahora sí, a salvo de las miradas censurantes de cualquier señora, me tomé el Ibuprofeno y me tumbé sobre la cama, en la que una pareja hubiera dado rienda suelta a su amor con toda comodidad. Intenté no pensar mucho en ello.