domingo, 6 de junio de 2010

Ángel sin Nombre (Capítulo VI)

El atardecer sucedió al mediodía, y sólo entonces, ya era estúpido, me sentí con fuerzas para salir. Ahora estaba en recepción un joven que debía ser hijo de la señora. Me acerqué al mostrador a dejarle la llave de la habitación, y la recibió con una sonrisa de amabilidad lobuna que me puso los pelos de la nuca como escarpias. Salí del hostal, y me recibió una fría tarde de noviembre, pero era viernes. Los adolescentes salían de sus casas en grupos, riéndose. Vi a las típicas parejas dentro de los grupos demostrarse su cariño de forma muy efusiva. Los adultos que ya no trabajaban se agolpaban en los garitos, con sus adultas conversaciones provocando carcajadas entre una nube de humo y un mar de cañas. Yo me limité a seguir caminando.

¿Que si tenía realmente la esperanza de encontrarle? Lo cierto es que, de haber pensado racionalmente, no. Seguramente Ángel sabría esconderse, sacando ese instinto de supervivencia tan característico en los humanos, y si ni sus padres ni la pasma lo habían encontrado ya, no iba a hacerlo yo. Pero necesitaba saber que estaba buscándolo. Sentía que si me hubiera quedado en casa lo estaría traicionando. Es como si pudiera llegar a saber que yo estaba ahí, como una medio indigente, perdida en las calles del centro de Madrid, por él, por encontrarlo a él. Sentía que mi búsqueda era una rama segura en mi caída en el acantilado. Si algo llegara a pasarle, me moriría. Literalmente. Los días con su ausencia a mi lado habían sido soportables porque oía su voz prácticamente a diario, recibía cartas suyas cada tres días y sabía que estaba allí, al otro lado del teléfono, detrás de esas palabras escritas. Pero ahora no existía su voz dulce dándome las buenas noches, ni su mano suave deslizándose sobre el papel para escribirme casi obras de literatura en la correspondencia. Ahora estaba en algún lugar, oculto a mis ojos, y lo único que podía hacer era encontrarlo.

No reparé en que estaba cerca del Retiro. Ni en el grupo de jóvenes de mi edad que se detenían al verme pasar. Salí de mi sopor cuando oí la voz de uno de ellos.

-Tíos, esa chica me suena- dijo en tono audible. Yo me detuve y los miré. No los conocía de nada. Eran cinco. Dos de ellos llevaban un corte de militar muy descarado, el pelo realmente corto, en serio. Los otros tres eran unos pijos con la típica sudadera de Bultaco o, en su defecto, Vespa, los pitillos masculinos y las Converse. De haber sido de día, me los podía imaginar con sus Ray Ban centelleando al sol.

-Sí, y a mí- comentó uno de los pijos. Los miré con una ceja alzada y seguí caminando. No sonaban como si fueran pedo, pero alucinaban. No los había visto en mi vida, eso seguro, y no me iban a distraer de mi vana búsqueda, como que me llamo Clara.

Salí a la calle que daba al Retiro. Veía su verja negra poner un fino muro entre Madrid y el parque. El reloj del móvil marcaba las ocho. No sabía a qué hora lo cerraban, pero me arriesgué a ir hacia la puerta. Guay, estaba abierto aún. Dentro de una hora cerrarían la verja. Bueno, pues genial. Igual Ángel estaba en el Retiro, pensé con optimismo. Caminé un buen rato perdida en mi mundo, mirando de vez en cuando a la calle de al lado, que me enseñaba a lo lejos la Puerta de Alcalá, mírala, mírala, mírala, mírala… Silbaba la melodía que Ana Belén había lanzado a la fama con el nombre de ese monumento. Mi mente se puso a divagar en los recuerdos del Madrid de cuando yo era pequeña, cuando había sido tan ingenua de pensar que tenía una familia estable. Me vi a mí y a mi hermanastra jugando con las ardillas que conseguíamos ver, corriendo entre los árboles, con nuestro hermanastro mayor quejándose de que éramos muy ruidosas. Sonreí tenuemente cuando las niñas y el joven de catorce años se desvanecieron como una nube de polvo.

No me di cuenta de que los cinco me seguían hasta que corrieron y se pusieron a mi lado.

-Espera un momento, chica- me dijo uno de los rapados.

-Te conocemos de algo- insistió un pijo con brackets. Yo alcé una ceja e intenté seguir avanzando, pero el otro rapado, el más grande y el más fuerte, interpuso su brazo entre mi cintura y el resto del mundo. Me aparté con brusquedad. En su cazadora distinguí una banda roja con una esvástica. Glup. El chico grande y fuerte sonrió triunfal, un gesto que lo hacía parecer un gorila mirando un banano.

-¡Ya sé! La hemos visto en una foto. Es la pava que estaba pegada en la carpeta de del Lago.- al oír esto se me congeló la sangre de las venas.

Os diréis que qué casualidad que fuera a toparme con la panda de neonazis que estaban detrás de mi novio en mi primera noche, con lo grande que es Madrid. Tengo la teoría de que la vida es una constante ironía, y una continua coincidencia tras otra. Y, con la mala suerte que tengo, las coincidencias desagradables me encuentran con muchísima facilidad.

-¡Es verdad! ¿Dónde está tu novio, guapa? Llevamos detrás de él días…- dijo un pijo achaparradillo, con su cazadora de Bultaco cerrada para protegerlo del frío.

-Sí- sonrió el de los brackets.- Hoy no ha venido a clase el muy mierdas…

Aquello me enfureció.

-Los únicos mierdas que hay aquí sois vosotros, capullos. Os creéis muy gallitos porque la gente no se atreve a toseros, pero sois unos putos gilipollas. Dais asco- escupí, y me di la vuelta antes de ver sus reacciones cambiar de burlonas a furiosas. No esperaba, en serio, no esperaba que fueran a seguirme. El fuerte, el nazi orgulloso de serlo, me agarró del brazo antes de que hubiera alcanzado la salida. Observé con miedo el destello de la navaja.

-Cuidado, guapa. Con nosotros no se juega- me advirtió, alzándola. No había nadie a mi alrededor para ver lo que estaba ocurriendo. Intenté soltarme de la fuerza de hierro de su mano, pero fue inútil.

-En serio, ¿dónde está tu chico? Le debemos una lección.

-No sé dónde está- contesté en un susurro. El navajero se rió, acercando su arma blanca a mi cuello. No iba a dejar que me hiriera, pero si me movía, corría el riesgo de que se clavara la punta y desangrarme ahí mismo. El pijo de la sudadera de Bultaco le frenó.

-Espera que estamos muy a la vista- le dijo en voz baja. El navajero guardó la cuchilla y los siguió a un rincón oculto entre los árboles. No me soltaron, ni pude hacer que me soltaran.

-Igual si te pasa algo a ti se digne a mostrar su culo, ¿no? ¿O ya se le han bajado los humos de héroe?

-Dejadme- supliqué, pero el navajero me estampó contra un tronco. Parecía, y era, el más fiero de los cinco. Los otros se limitaron a mirar. El nazi me hizo un deliberado corte en el brazo. La visión de la sangre no me produjo ninguna impresión, pero me lo tomé como un aviso.

-Por última vez si no quieres que ésta sea la noche en la que dirás adiós al mundo, para que sepas que a nosotros no se nos insulta. ¿Dónde está Ángel del Lago?

-¿Te crees que si lo supiera estaría aquí perdiendo el tiempo con vosotros?- protesté. El chaval se cabreó, se cabreó de veras. Y entonces todo empezó a pasar con mucha rapidez, como si alguien le hubiera dado al botón de acelerar la escena en un DVD. Me pegó un rodillazo en el estómago que casi me hace echar mi primera papilla. Con ese golpe hizo que me doblara. Llevaba botas militares, el muy fantasma. De una patada en el brazo de tiró al suelo; intenté no gritar, ni llorar. Mi móvil salió de mi bolsillo como si no quisiera ser partícipe de lo que estaba pasando. El otro rapado se lo quedó. Mi atacante me cogió del cuello, levantándome del suelo. Yo me asfixiaba, sentía que dejaba de ver, mis ojos se empañaban por unas lágrimas que no llevaban más sentimiento que el dolor. No tenía la navaja a mano, así que intenté hacer un acopio de fuerza y me removí para darle una patada. Acerté justo donde estaba su virilidad, y me soltó dando un grito. Ridículo. Realmente pensé que conseguiría salir de ese círculo en que me había rodeado. Los otros cuatro me cerraron el paso de inmediato, y el herido en sus partes se alzó, de nuevo arma en mano, dispuesto a dar el golpe final. Supuse que si no lo demoraba más era porque yo parecía bastante aria. Siempre me ha dado rabia. Pensé en mi epitafio de adiós para el mundo, y me vino a la cabeza el de Groucho Marx, “Perdonen que no me levante”. En mi cara se dibujó una sonrisa. Si tenía que despedirme, al menos que fuera con un pensamiento alegre. Me pareció oír la voz de mi ángel a lo lejos, mezclada con unas cuantas más… Me centré en la más dulce, que me llamaba al otro lado del túnel de miedo. Si tenía que despedirme, al menos que fuera con una última instancia de que él había existido, de que había formado parte de mi vida… Una vida que siempre había estado dedicada a pensar en él, a dibujar su rostro todas las noches y todos los días, a desear que me hablara, a desear tenerlo entre mis brazos.

Si el nazi me clavó la navaja, no lo noté. De hecho, me encontré liberada de sus manos, en el suelo, y miré a mi alrededor extrañada. Unos hombres altos estaban atando las manos de los cinco gallitos de corral a sus espaldas. Otro se adelantó, e, instintivamente, retrocedí.

-Tranquila, jovencita… Ya ha pasado todo…

-¡CLARA!- chilló una voz muy familiar detrás de ellos, detrás de los neonazis, detrás de todo. Ángel se abría paso entre los policías con gesto frenético. Miró a los que eran sus compañeros de colegio, que de compañeros tenían lo que yo de pelirroja.

-Hijos de puta- escupió, y, sin más, vino hacia mí. La visión de su cara de joven dios me alivió el miedo, el dolor, el shock. Sus ojos hechos de cielo nocturno se clavaron en mi rostro asustado, y en seguida me abrazó, susurrándome palabras tranquilizadoras. Los policías iban a llevarse a los nazis, pero los detuve.

-Es que ése tiene mi móvil- señalé al que no llevaba la esvástica pero estaba rapado. Uno de los maderos se echó a reír, seguramente sorprendido porque pensara en el móvil después de haber estado en el precipicio de una mala experiencia. Me devolvieron el teléfono y se los llevaron, esta vez sí.

Ángel y yo nos miramos y los seguimos. Nos metieron a los dos en un coche patrulla, para declarar seguramente. Todo el rato me encontré protegida en los brazos de mi novio, que me besaba el pelo y la frente. El Madrid nocturno pasó sin sentirse y nos vimos de pronto en la comisaría, donde nos sentaron en unas sillas de plástico y nos dijeron que esperáramos allí al inspector. Entonces, Ángel se volvió hacia mí con gesto serio.

-¿Qué haces aquí, Clara?- preguntó.

-Pues me han traído, igual que a ti. Se supone que yo debería estar en shock, no tú- intenté sonreír, pero él ni siquiera relajó su expresión.

-No, me refiero a aquí en Madrid… ¿Por qué has venido?

-Para buscarte…

-¿Te dijo Diego que me había largado de casa?

-Sí.

-Yo me lo cargo.

-No- le susurré, cerrando mi mano en torno a su chaqueta.- Él no me dijo que viniera. Fui yo, lo decidí sola, no podía quedarme en casa sin…

-Por su culpa casi te matan…

-No, por mi culpa casi me suicido involuntariamente, que no es lo mismo. No lo pagues con él, Ángel. En el fondo la culpa de todo la tienes tú, por pirarte- bromeé. Él no sonrió, pero tampoco añadió más. Se limitó a abrazarme y juntos esperamos a que llegara el inspector.

Nos tiramos allí un total de tres horas. Entre declaraciones e historias hilándose, se nos hicieron las doce. En ese periodo de tiempo llegaron los padres de Ángel, y Victoria se lanzó a sus brazos con tanta vehemencia que casi me chafa a mí por casualidad. Carlos le dio unas palmaditas en la espalda y lo estrechó contra sí, y Diego lo miró vacilante. Mientras presentaban las pruebas, que eran las notas de amenaza, yo hablé con mi madre y se lo conté todo. Me suplicó que volviera a Zaragoza aquella misma noche, pero Victoria no me dejó. Así que negociaron y, al final, no sé cómo, conseguí quedarme hasta el domingo por la tarde. El padre de Ángel me regaló a la mañana siguiente unos vaqueros nuevos y una camiseta, y anularon mi estancia en el hostal, preparándome una cama en su piso del Paseo de la Castellana. Éste era enorme, tenía cuatro habitaciones, cocina híper moderna, un baño gigantesco, salón, comedor y una terraza que ofrecía unas vistas de la transitada calle espectaculares.

El sábado por la mañana, Ángel y yo nos quedamos solos. Aprovechamos para darnos todos los besos que no nos habíamos dado en cuatro meses, y para aclarar lo vivido en los dos últimos días. Me enteré de que en realidad él se había largado porque sabía que los neonazis se escondían en algún sitio, y tenía intención de encontrarlo para denunciar a la policía. Tenía la certeza de que, además de neonazis y gilipollas, eran narcos. Creo que esa noche encontró su vocación de detective. Fue por los suburbios de Madrid en su busca y sin éxito. Pasó toda la noche y toda la mañana siguiente tratando de encontrarlos, sin dormir. Eso había sido evidente, porque me había rescatado con unas ojeras tremendas. Cuando le pregunté que cómo me había encontrado, me dijo que me había visto yendo hacia el Retiro y que estaba viniendo hacia mí cuando vio a los neonazis. Entonces directamente llamó a la policía, sin saber que me estaban atacando. Hasta la llegada de la pasma nos había estado buscando, y, como él mismo dijo, se había contenido a duras penas para no saltar sobre ellos y abrirles la cabeza al verme en el suelo. Yo ahora tenía en el estómago una marca que era la seña del golpe, y en el brazo una grabada suela de bota. Mi chico se sentía culpable, porque si él no se hubiera marchado y hubiera denunciado directamente las amenazas, porque si tal, porque si cual… Tuve que callarlo con un beso extra. Odiaba cuando se ponía así, me recordaba demasiado a cierto vampiro empalagosamente romántico.

El resto del día paseamos por Madrid cogidos por la cintura, abrigados, porque el sábado había amanecido gélido. Tomamos chocolate con churros en el mítico café Gijón, olvidado ya el episodio con los imbéciles esos. De pronto todo era como en verano, y yo volvía a ser feliz. No quería que llegara el domingo por la tarde, pues significaría que tendría que volver a pasar el tiempo hasta verlo de nuevo. Comprobé gratamente que seguía llevando la muñequera. En la cena, Diego me contó que no se la quitaba ni para dormir, y que no se quería imaginar cómo atufaría eso a sudor y a mugre. Se ganó que Ángel le estampara un trozo de varita de pescado en la frente.

El domingo por la tarde llegó, y, curiosamente, no fue el fin del mundo. Aquellos dos días me habían servido para reafirmarme Ángel que me quería tanto como el primer día, que prácticamente para él las chicas no existían ya. Tuve que recomendarle que no volviera a leer Crepúsculo ni Luna Nueva ni ninguno de ésos, y él se echó a reír. Me llevé conmigo un último beso antes de verme en los brazos de mi madre y el parloteo de Ima, que prácticamente hablaba con un entusiasmo que hacía pensar que la aventura la había vivido ella y no yo. Pero estaba más tranquila y más dispuesta a existir.

El año pasó rápido, de hecho.

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