martes, 8 de junio de 2010

Ángel sin Nombre (Capítulo VI)

10 de Agosto de 2011.

La noche más mágica del año trajo consigo el momento más mágico de mi vida. Ángel se había sacado el carné de moto, y poseía una Honda preciosa, que más que Honda parecía Harley Davidson, en serio. Condujo hasta un prado completamente alejado de las luces de pueblos o ciudades, con todas las estrellas del universo apiñándose para mirarnos. Sacó la mini cadena portátil del guarda cascos, y desatamos los sacos de dormir. No nos preocupamos del termo de café ni de la botella de Coca-Cola. Sabíamos que no íbamos a cerrar los ojos, al menos, no de sueño. Cuando le dio al play y reconocí los acordes de “Who’s your Daddy”, de Lordi, me eché a reír. Había esperado ese momento, y ahora estaba al ciento cincuenta por ciento segura de que era lo que quería. Sin hablar, habíamos llegado los dos a un acuerdo mutuo, cada uno por nuestra parte. Sabíamos que tenía que ser aquella noche, la noche de San Lorenzo.

-Dijiste que no querías dejar de ser casta y pura con baladitas- me recordó Ángel abrazándome. Yo asentí con entusiasmo. Aquella música metal me ponía las pilas, y era como si supiera exactamente lo que tenía que hacer. Todo resultó tan fácil, tan genial… Era mejor de lo que yo había llegado a soñar jamás. Y aquel momento era nuestro, sólo de los dos, aquella noche nos pertenecía a nosotros. La música pasó a un segundo plano, porque estábamos demasiado ocupados en explorar los límites de la intimidad como para prestarle atención. Para los más curiosos y morbosos, sí, se puso goma.

Las estrellas cayeron del cielo la misma noche en la que mi adorado ángel y yo sellábamos un pacto que ni nosotros conocíamos, pero sabíamos que íbamos a mantener siempre.

Y siempre se mantuvo.

FIN.

domingo, 6 de junio de 2010

Ángel sin Nombre (Capítulo VI)

El atardecer sucedió al mediodía, y sólo entonces, ya era estúpido, me sentí con fuerzas para salir. Ahora estaba en recepción un joven que debía ser hijo de la señora. Me acerqué al mostrador a dejarle la llave de la habitación, y la recibió con una sonrisa de amabilidad lobuna que me puso los pelos de la nuca como escarpias. Salí del hostal, y me recibió una fría tarde de noviembre, pero era viernes. Los adolescentes salían de sus casas en grupos, riéndose. Vi a las típicas parejas dentro de los grupos demostrarse su cariño de forma muy efusiva. Los adultos que ya no trabajaban se agolpaban en los garitos, con sus adultas conversaciones provocando carcajadas entre una nube de humo y un mar de cañas. Yo me limité a seguir caminando.

¿Que si tenía realmente la esperanza de encontrarle? Lo cierto es que, de haber pensado racionalmente, no. Seguramente Ángel sabría esconderse, sacando ese instinto de supervivencia tan característico en los humanos, y si ni sus padres ni la pasma lo habían encontrado ya, no iba a hacerlo yo. Pero necesitaba saber que estaba buscándolo. Sentía que si me hubiera quedado en casa lo estaría traicionando. Es como si pudiera llegar a saber que yo estaba ahí, como una medio indigente, perdida en las calles del centro de Madrid, por él, por encontrarlo a él. Sentía que mi búsqueda era una rama segura en mi caída en el acantilado. Si algo llegara a pasarle, me moriría. Literalmente. Los días con su ausencia a mi lado habían sido soportables porque oía su voz prácticamente a diario, recibía cartas suyas cada tres días y sabía que estaba allí, al otro lado del teléfono, detrás de esas palabras escritas. Pero ahora no existía su voz dulce dándome las buenas noches, ni su mano suave deslizándose sobre el papel para escribirme casi obras de literatura en la correspondencia. Ahora estaba en algún lugar, oculto a mis ojos, y lo único que podía hacer era encontrarlo.

No reparé en que estaba cerca del Retiro. Ni en el grupo de jóvenes de mi edad que se detenían al verme pasar. Salí de mi sopor cuando oí la voz de uno de ellos.

-Tíos, esa chica me suena- dijo en tono audible. Yo me detuve y los miré. No los conocía de nada. Eran cinco. Dos de ellos llevaban un corte de militar muy descarado, el pelo realmente corto, en serio. Los otros tres eran unos pijos con la típica sudadera de Bultaco o, en su defecto, Vespa, los pitillos masculinos y las Converse. De haber sido de día, me los podía imaginar con sus Ray Ban centelleando al sol.

-Sí, y a mí- comentó uno de los pijos. Los miré con una ceja alzada y seguí caminando. No sonaban como si fueran pedo, pero alucinaban. No los había visto en mi vida, eso seguro, y no me iban a distraer de mi vana búsqueda, como que me llamo Clara.

Salí a la calle que daba al Retiro. Veía su verja negra poner un fino muro entre Madrid y el parque. El reloj del móvil marcaba las ocho. No sabía a qué hora lo cerraban, pero me arriesgué a ir hacia la puerta. Guay, estaba abierto aún. Dentro de una hora cerrarían la verja. Bueno, pues genial. Igual Ángel estaba en el Retiro, pensé con optimismo. Caminé un buen rato perdida en mi mundo, mirando de vez en cuando a la calle de al lado, que me enseñaba a lo lejos la Puerta de Alcalá, mírala, mírala, mírala, mírala… Silbaba la melodía que Ana Belén había lanzado a la fama con el nombre de ese monumento. Mi mente se puso a divagar en los recuerdos del Madrid de cuando yo era pequeña, cuando había sido tan ingenua de pensar que tenía una familia estable. Me vi a mí y a mi hermanastra jugando con las ardillas que conseguíamos ver, corriendo entre los árboles, con nuestro hermanastro mayor quejándose de que éramos muy ruidosas. Sonreí tenuemente cuando las niñas y el joven de catorce años se desvanecieron como una nube de polvo.

No me di cuenta de que los cinco me seguían hasta que corrieron y se pusieron a mi lado.

-Espera un momento, chica- me dijo uno de los rapados.

-Te conocemos de algo- insistió un pijo con brackets. Yo alcé una ceja e intenté seguir avanzando, pero el otro rapado, el más grande y el más fuerte, interpuso su brazo entre mi cintura y el resto del mundo. Me aparté con brusquedad. En su cazadora distinguí una banda roja con una esvástica. Glup. El chico grande y fuerte sonrió triunfal, un gesto que lo hacía parecer un gorila mirando un banano.

-¡Ya sé! La hemos visto en una foto. Es la pava que estaba pegada en la carpeta de del Lago.- al oír esto se me congeló la sangre de las venas.

Os diréis que qué casualidad que fuera a toparme con la panda de neonazis que estaban detrás de mi novio en mi primera noche, con lo grande que es Madrid. Tengo la teoría de que la vida es una constante ironía, y una continua coincidencia tras otra. Y, con la mala suerte que tengo, las coincidencias desagradables me encuentran con muchísima facilidad.

-¡Es verdad! ¿Dónde está tu novio, guapa? Llevamos detrás de él días…- dijo un pijo achaparradillo, con su cazadora de Bultaco cerrada para protegerlo del frío.

-Sí- sonrió el de los brackets.- Hoy no ha venido a clase el muy mierdas…

Aquello me enfureció.

-Los únicos mierdas que hay aquí sois vosotros, capullos. Os creéis muy gallitos porque la gente no se atreve a toseros, pero sois unos putos gilipollas. Dais asco- escupí, y me di la vuelta antes de ver sus reacciones cambiar de burlonas a furiosas. No esperaba, en serio, no esperaba que fueran a seguirme. El fuerte, el nazi orgulloso de serlo, me agarró del brazo antes de que hubiera alcanzado la salida. Observé con miedo el destello de la navaja.

-Cuidado, guapa. Con nosotros no se juega- me advirtió, alzándola. No había nadie a mi alrededor para ver lo que estaba ocurriendo. Intenté soltarme de la fuerza de hierro de su mano, pero fue inútil.

-En serio, ¿dónde está tu chico? Le debemos una lección.

-No sé dónde está- contesté en un susurro. El navajero se rió, acercando su arma blanca a mi cuello. No iba a dejar que me hiriera, pero si me movía, corría el riesgo de que se clavara la punta y desangrarme ahí mismo. El pijo de la sudadera de Bultaco le frenó.

-Espera que estamos muy a la vista- le dijo en voz baja. El navajero guardó la cuchilla y los siguió a un rincón oculto entre los árboles. No me soltaron, ni pude hacer que me soltaran.

-Igual si te pasa algo a ti se digne a mostrar su culo, ¿no? ¿O ya se le han bajado los humos de héroe?

-Dejadme- supliqué, pero el navajero me estampó contra un tronco. Parecía, y era, el más fiero de los cinco. Los otros se limitaron a mirar. El nazi me hizo un deliberado corte en el brazo. La visión de la sangre no me produjo ninguna impresión, pero me lo tomé como un aviso.

-Por última vez si no quieres que ésta sea la noche en la que dirás adiós al mundo, para que sepas que a nosotros no se nos insulta. ¿Dónde está Ángel del Lago?

-¿Te crees que si lo supiera estaría aquí perdiendo el tiempo con vosotros?- protesté. El chaval se cabreó, se cabreó de veras. Y entonces todo empezó a pasar con mucha rapidez, como si alguien le hubiera dado al botón de acelerar la escena en un DVD. Me pegó un rodillazo en el estómago que casi me hace echar mi primera papilla. Con ese golpe hizo que me doblara. Llevaba botas militares, el muy fantasma. De una patada en el brazo de tiró al suelo; intenté no gritar, ni llorar. Mi móvil salió de mi bolsillo como si no quisiera ser partícipe de lo que estaba pasando. El otro rapado se lo quedó. Mi atacante me cogió del cuello, levantándome del suelo. Yo me asfixiaba, sentía que dejaba de ver, mis ojos se empañaban por unas lágrimas que no llevaban más sentimiento que el dolor. No tenía la navaja a mano, así que intenté hacer un acopio de fuerza y me removí para darle una patada. Acerté justo donde estaba su virilidad, y me soltó dando un grito. Ridículo. Realmente pensé que conseguiría salir de ese círculo en que me había rodeado. Los otros cuatro me cerraron el paso de inmediato, y el herido en sus partes se alzó, de nuevo arma en mano, dispuesto a dar el golpe final. Supuse que si no lo demoraba más era porque yo parecía bastante aria. Siempre me ha dado rabia. Pensé en mi epitafio de adiós para el mundo, y me vino a la cabeza el de Groucho Marx, “Perdonen que no me levante”. En mi cara se dibujó una sonrisa. Si tenía que despedirme, al menos que fuera con un pensamiento alegre. Me pareció oír la voz de mi ángel a lo lejos, mezclada con unas cuantas más… Me centré en la más dulce, que me llamaba al otro lado del túnel de miedo. Si tenía que despedirme, al menos que fuera con una última instancia de que él había existido, de que había formado parte de mi vida… Una vida que siempre había estado dedicada a pensar en él, a dibujar su rostro todas las noches y todos los días, a desear que me hablara, a desear tenerlo entre mis brazos.

Si el nazi me clavó la navaja, no lo noté. De hecho, me encontré liberada de sus manos, en el suelo, y miré a mi alrededor extrañada. Unos hombres altos estaban atando las manos de los cinco gallitos de corral a sus espaldas. Otro se adelantó, e, instintivamente, retrocedí.

-Tranquila, jovencita… Ya ha pasado todo…

-¡CLARA!- chilló una voz muy familiar detrás de ellos, detrás de los neonazis, detrás de todo. Ángel se abría paso entre los policías con gesto frenético. Miró a los que eran sus compañeros de colegio, que de compañeros tenían lo que yo de pelirroja.

-Hijos de puta- escupió, y, sin más, vino hacia mí. La visión de su cara de joven dios me alivió el miedo, el dolor, el shock. Sus ojos hechos de cielo nocturno se clavaron en mi rostro asustado, y en seguida me abrazó, susurrándome palabras tranquilizadoras. Los policías iban a llevarse a los nazis, pero los detuve.

-Es que ése tiene mi móvil- señalé al que no llevaba la esvástica pero estaba rapado. Uno de los maderos se echó a reír, seguramente sorprendido porque pensara en el móvil después de haber estado en el precipicio de una mala experiencia. Me devolvieron el teléfono y se los llevaron, esta vez sí.

Ángel y yo nos miramos y los seguimos. Nos metieron a los dos en un coche patrulla, para declarar seguramente. Todo el rato me encontré protegida en los brazos de mi novio, que me besaba el pelo y la frente. El Madrid nocturno pasó sin sentirse y nos vimos de pronto en la comisaría, donde nos sentaron en unas sillas de plástico y nos dijeron que esperáramos allí al inspector. Entonces, Ángel se volvió hacia mí con gesto serio.

-¿Qué haces aquí, Clara?- preguntó.

-Pues me han traído, igual que a ti. Se supone que yo debería estar en shock, no tú- intenté sonreír, pero él ni siquiera relajó su expresión.

-No, me refiero a aquí en Madrid… ¿Por qué has venido?

-Para buscarte…

-¿Te dijo Diego que me había largado de casa?

-Sí.

-Yo me lo cargo.

-No- le susurré, cerrando mi mano en torno a su chaqueta.- Él no me dijo que viniera. Fui yo, lo decidí sola, no podía quedarme en casa sin…

-Por su culpa casi te matan…

-No, por mi culpa casi me suicido involuntariamente, que no es lo mismo. No lo pagues con él, Ángel. En el fondo la culpa de todo la tienes tú, por pirarte- bromeé. Él no sonrió, pero tampoco añadió más. Se limitó a abrazarme y juntos esperamos a que llegara el inspector.

Nos tiramos allí un total de tres horas. Entre declaraciones e historias hilándose, se nos hicieron las doce. En ese periodo de tiempo llegaron los padres de Ángel, y Victoria se lanzó a sus brazos con tanta vehemencia que casi me chafa a mí por casualidad. Carlos le dio unas palmaditas en la espalda y lo estrechó contra sí, y Diego lo miró vacilante. Mientras presentaban las pruebas, que eran las notas de amenaza, yo hablé con mi madre y se lo conté todo. Me suplicó que volviera a Zaragoza aquella misma noche, pero Victoria no me dejó. Así que negociaron y, al final, no sé cómo, conseguí quedarme hasta el domingo por la tarde. El padre de Ángel me regaló a la mañana siguiente unos vaqueros nuevos y una camiseta, y anularon mi estancia en el hostal, preparándome una cama en su piso del Paseo de la Castellana. Éste era enorme, tenía cuatro habitaciones, cocina híper moderna, un baño gigantesco, salón, comedor y una terraza que ofrecía unas vistas de la transitada calle espectaculares.

El sábado por la mañana, Ángel y yo nos quedamos solos. Aprovechamos para darnos todos los besos que no nos habíamos dado en cuatro meses, y para aclarar lo vivido en los dos últimos días. Me enteré de que en realidad él se había largado porque sabía que los neonazis se escondían en algún sitio, y tenía intención de encontrarlo para denunciar a la policía. Tenía la certeza de que, además de neonazis y gilipollas, eran narcos. Creo que esa noche encontró su vocación de detective. Fue por los suburbios de Madrid en su busca y sin éxito. Pasó toda la noche y toda la mañana siguiente tratando de encontrarlos, sin dormir. Eso había sido evidente, porque me había rescatado con unas ojeras tremendas. Cuando le pregunté que cómo me había encontrado, me dijo que me había visto yendo hacia el Retiro y que estaba viniendo hacia mí cuando vio a los neonazis. Entonces directamente llamó a la policía, sin saber que me estaban atacando. Hasta la llegada de la pasma nos había estado buscando, y, como él mismo dijo, se había contenido a duras penas para no saltar sobre ellos y abrirles la cabeza al verme en el suelo. Yo ahora tenía en el estómago una marca que era la seña del golpe, y en el brazo una grabada suela de bota. Mi chico se sentía culpable, porque si él no se hubiera marchado y hubiera denunciado directamente las amenazas, porque si tal, porque si cual… Tuve que callarlo con un beso extra. Odiaba cuando se ponía así, me recordaba demasiado a cierto vampiro empalagosamente romántico.

El resto del día paseamos por Madrid cogidos por la cintura, abrigados, porque el sábado había amanecido gélido. Tomamos chocolate con churros en el mítico café Gijón, olvidado ya el episodio con los imbéciles esos. De pronto todo era como en verano, y yo volvía a ser feliz. No quería que llegara el domingo por la tarde, pues significaría que tendría que volver a pasar el tiempo hasta verlo de nuevo. Comprobé gratamente que seguía llevando la muñequera. En la cena, Diego me contó que no se la quitaba ni para dormir, y que no se quería imaginar cómo atufaría eso a sudor y a mugre. Se ganó que Ángel le estampara un trozo de varita de pescado en la frente.

El domingo por la tarde llegó, y, curiosamente, no fue el fin del mundo. Aquellos dos días me habían servido para reafirmarme Ángel que me quería tanto como el primer día, que prácticamente para él las chicas no existían ya. Tuve que recomendarle que no volviera a leer Crepúsculo ni Luna Nueva ni ninguno de ésos, y él se echó a reír. Me llevé conmigo un último beso antes de verme en los brazos de mi madre y el parloteo de Ima, que prácticamente hablaba con un entusiasmo que hacía pensar que la aventura la había vivido ella y no yo. Pero estaba más tranquila y más dispuesta a existir.

El año pasó rápido, de hecho.

viernes, 4 de junio de 2010

Ángel sin Nombre (Capítulo V)

Baños de las chicas, ocho y media de la mañana.

-Diego, tío, en serio, me estás acojonando- susurré, encerrada en mi retrete lleno de pintadas, fechas de emparejamiento, muchas de ellas tachadas, y números de teléfono. Hay que ver, macho, era evidente que las chicas que los escribían pensaban que éramos lesbianas; porque lo más normal sería ponerlos en las puertas del baño de los tíos, ¿no?

-Lo siento, Clara, no sé me ocurría a quién más decírselo… Ángel me prohibió hablarlo con nuestros padres…

Eso me olió a chamusquina. Conociéndolo como lo conocía, Ángel contaba con sus padres para casi todo, y si no les decía algo era porque se trataba de un asunto muy fuerte y no les quería preocupar.

-¿Dónde está Ángel? Si es tan grave, ¿por qué no me ha llamado él?- exigí saber, notando cómo por mi garganta descendía un cubito de hielo invisible e intangible, pero que estaba allí. Diego, al otro lado de la línea, parecía nervioso.

-Es que no sé dónde está… Ayer me dijo algo después de llegar del colegio, se piró antes de que volvieran nuestros padres de trabajar… Lo han estado buscando toda la noche por todo el centro de Madrid y nada, han llamado a mis abuelos y tampoco…

-¿Qué te dijo?- le corté, ya que se estaba dejando información. Yo estaba demasiado agitada para tomar decisiones en ese momento, e intenté mantener la cabeza fría y enterarme de todo lo que pudiera. Mi “cuñado” pareció dudar.

-Vamos, Diego, no me hagas ponerme a chillar, que estoy en el colegio. Te dijo que no se lo dijeras ni a Victoria ni a Carlos, pero a mí no me mencionó, así que ya estás largando, o mi histeria caerá sobre ti- lo amenacé, destilando ira en mis palabras. El chico suspiró.

-Verás, él… Bueno, en nuestro instituto hay una pandilla de neonazis…

-¿¡QUÉ!?

-Espera que no he acabado... Hace unas semanas estaban dándole una paliza a un amigo suyo que es egipcio y él se metió por medio… Al principio lo dejaron en paz, pero llegaron las notas y las amenazas, y ayer ya se piró. Sólo se llevó la mochila y su móvil.

-¿Y no le has dicho eso a tus padres?

-¡Me lo prohibió!

-Y qué pasa, si te prohíbe que te pongas la vacuna contra el Ébola, ¿no te la pones?- repliqué, abriendo la puerta del urinario de una patada furiosa.- Díselo YA a tus padres. Y a la policía. Y si encontráis esas notas, enseñadlas. Yo voy a ver qué hago.

-Siento haberte alarmado, Clara…

-Consuélate sabiendo que, si no me lo llegas a decir, también te hubiera cortado los huevos a ti- dije con indiferencia, sin importarme que fuera un niño de trece años.

Colgué y salí del colegio para llegar a casa sin saber que lo hacía. No me había dado cuenta de que había entrado en clase como una fiera y, tras haber cogido mis cosas, me había largado dando un portazo. El asombrado secretario me había visto marcharme y no había dicho nada. No quise imaginarme la cara que llevaba. No me atrevía a llorar. Caminaba mucho más rápido de lo normal, y en diez minutos ya estaba en mi portal, cuando suelo tardar media hora, al menos. Me encontré justo con mi madre saliendo por la puerta. Al principio puso cara de horror al imaginarse que yo estaba haciendo pellas. Pero claro, le tuve que explicar que, si estuviera haciendo pellas, no habría sido tan tonta de ir a casa. Luego le conté lo de la llamada, lo que me había dicho Diego, tanto lo comentado abiertamente como sus dudas reticentes. Entonces mi madre puso cara de auténtico pánico, soltando su carpeta-especial-de-juntas-y-actas-que-llevan-las-mujeres-importantes-barra-señoras-de-negocios. Cuando me abrazó sí derramé un par de lágrimas. En menos de cinco minutos había subido al piso y bajado con las llaves del coche. Dijo que me llevaba a la estación, me dio su cartera de emergencias, rellena con doscientos euros y pico, que al principio no quise coger. Ella insistió tanto que no me quedó más remedio que aceptarla. Además, había acertado de lleno con su razonamiento: “Si no quieres cargar a Carlos y Victoria con la responsabilidad de tenerte en casa, búscate un sitio donde quedarte”. Y es que mi madre es mogollón de enrollada cuando le da la vena, aunque la ocasión no fuera guay para nada. Me aseguró que me disculparía ante Mr. Bosque Sombrío y el director, y medio mundo si hacía falta, y luego me mandó al AVE que salía para Madrid en los próximos cinco minutos. Acomodada en mi asiento de clase turista con ventanilla, saqué el móvil. Busqué en el apartado de llamadas, y encontré el contacto con el que hablaba siempre en ese tipo de situaciones, cuando yo estaba más perdida que un atún en el desierto, histérica, rabiosa, deprimida en plan emo, pero sin ganas de cortarme las venas ni de hacer mi pelo una cortina. Le di al botoncito verde y esperé. Cuando me encontré con el contestador y miré el reloj, vi que eran las nueve y cuarto. Claro, aún estaría en clase, me dije. Guardé el móvil y miré por la ventanilla sin ver nada en absoluto.

Qué tía tan fría, diréis. Ja. No lo sabéis, pero la procesión iba por dentro. Yo sabía que tenía un cuerpo grande, pero no esperaba que dentro de él pudieran ocurrir tantas calamidades juntas. Mi estómago se encogía y se retorcía él solito, como una serpiente. Mi garganta estaba obstruida por el cubito de hielo, mi boca más seca que un cactus, y mi frente perlada en un sudor frío que, de haberlo tenido por toda mi piel, la gente hubiera pensado que yo era un cadáver. El reflejo de la ventanilla me mostraba una cara pintada en el paisaje de secano que atravesaba con rapidez. Era una cara tremendamente pálida, con unas ojeras que iban de las pestañas de abajo hasta el suelo, por lo menos. No, no en plan guapo como los Cullen. Verdaderamente parecía un zombie, os lo digo en serio. Hasta mi pelo aparentaba ser más apagado, y eso que la gente solía decir que yo debía estar alegre porque el sol brillaba siempre en mis cabellos. Sí, el ser humano suele tener ese tipo de delirios, frases que creen que son chulas, bonitas, pero que en realidad nada de nada. No tienen significado ninguno.

No sabía qué hacer para evitar pensar. Se me pasó por la cabeza sacar el libro de Filosofía, mi asignatura favorita, a ver qué me contaban Sócrates y Diógenes y esos tipos de tres mil años de antigüedad. O no tan antiguos, ahí tenemos a Nietzsche, sin ir más lejos. Pero claro, en aquellos momentos yo era una adolescente con pintas de fugada de la cárcel y un careto que pretendía reclamar una terapia de grupo contra las drogas. No me pegaba sacar un libro. Fua. Me dolía la cabeza un montón, pero no me atreví a sacar un Ibuprofeno. Creo que la señora que se sentaba enfrente mío ya tenía bastante metida en la cabeza la idea de que yo era una pastillera. Vale, señora, para usted yo seré una pastillera, pero para mí usted es una vieja loca que parece que en sus tiempos mozos, allá por el siglo diecinueve, vigilaba un manicomio victoriano, qué quiere que le diga. Recrearme en mis pensamientos sarcásticos e ir sacando una vida errónea de la gente era mi vía de escape en aquel viaje que pasó sin sentirse. A las once menos cuarto ya estaba en Atocha, saliendo de los andenes para encontrarme con el vergel ése que tienen los gatos ahí montado. Por cierto, eso de gatos no es un adjetivo descalificativo. Creo que se llaman así porque a finales del diecinueve y principios del veinte se utilizaba mucho como interjección aquello de “¡Miau!”. Y es verdad, en una de las obras de Valle-Inclán, Luces de Bohemia, sale la expresión.

Caminé por las escaleras mecánicas para salir a la superficie y pillar un taxi. El taxista parecía majo, pero me monté en asiento de atrás, porque yo no me fiaba un pelo de los tíos de más de cuarenta que no fueran de mi familia. Le indiqué que me llevara a la calle de Toledo. No sé si estaba realmente lejos o no, pero el trayecto se me hizo corto. Mi madre me había hablado de un hostal económico y mono que estaba allí plantado, en pleno centro (más o menos, porque aún hoy no sé exactamente cuál es el centro del centro del país), y me metí en él de cabeza. La recepcionista me miró con pena cuando me entregó la llave de mi habitación. A las once y cuarto sonó mi móvil. Bien, mi contacto había encendido el teléfono.

-Hola, Cris- abrí la boca por primera vez en mucho rato, y me pareció que mi voz sonaba diáfana y pastosa, como si la hubieran metido en un sitio muy estrecho, o demasiado amplio.

-¿Clara? ¿Dónde estás? ¿Para qué me has llamado antes? ¿No estabas en clase?- me soltó todas aquellas preguntas como una metralleta, y con un tono muy serio. No era propio de ella, observé para mis adentros. Cris, o Ima, como la llamaba yo siempre, tenía la facultad de que generalmente solía ser una tía divertida, mi mejor amiga precisamente por eso, porque siempre me levantaba la moral. Al ver que no contestaba, insistió al otro lado de la línea, urgiéndome a responderle.

-Estoy en Madrid, Ima…- y me lancé a explicarle toda la historia, sentada en una esquina de la cama de colchón duro. Por una vez exterioricé lo aterrada, lo preocupada que estaba; y ella me escuchó sin reaccionar al principio, para luego salir con una respuesta muy lógica, pero que en mi estado de conmoción de hirió en lo más hondo.

-¿Y te crees que si, sus padres no lo han encontrado, vas a hacerlo tú? Seguramente ya habrán puesto a toda la policía en su busca. Miraré esta noche a ver si sale en el telediario…

-No sé, Ima, y no me importa el telediario. Pero tengo que buscarlo, tengo que hacer algo, o me volveré loca.

-¿Más?- intentó bromear mi amiga, pero al momento se dio cuenta de que yo no estaba para coñas. Con un suspiro, me deseó buena suerte y me anunció que tenía que volver a clase. La despedí y me apresuré a darme una ducha. Me pasé la mañana pululando por el hostal. La amable señora de la recepción definitivamente se apiadó de mí y me dio una muda para el día siguiente, y la llave de su baño privado. Me dijo que al menos no estaría con la ducha oxidada. Se lo agradecí con toda mi alma, y también el plano de la ciudad que me proporcionó junto con el de las líneas de metro. Salí y me compré unos sándwiches en un supermercado. Yo siempre comía de sándwich cuando no tenía otra cosa. Me gustaban, me sentía británica, como si fuera la hora del té, en lugar del segundo, cada vez más agonizante, que pasaba sin hacer nada. Puse a cargar el móvil, y en un acto de lúcida estupidez, se me ocurrió probar a ver si Ángel me cogía el teléfono. Su voz en el contestador, una simple grabación (“Hola, soy Ángel, haz de paciente después del -bip-”), me hizo llorar otra vez. Escucharle de nuevo hizo que todas mis células se estremecieran de terror. Me sentía como alguien en medio de la película de Saw, cualquiera de ellas. En completa y constante tensión. Para ahorrarme las malas vibraciones, me puse a estudiar el plano de Madrid. Ajá, calle de Toledo, muy céntrica… Y un montón de calles que me sonaban o en las que había estado. De pequeña, cuando mi padre vivía, veníamos a Madrid a visitar a una tía mía, que vivía cerca de la Puerta del Sol. En aquellos días se me había hecho tan fácil caminar por la capital, tan llevadero, tan divertido… Ahora se me hacía un mundo, agobiante, como si me hubieran dicho que tenía que recorrerme todo Estados Unidos en un día. Supongo que para Willie Fogg no habría problema. Intenté reírme de mi chiste pésimo, pero sonó como una sierra arañando una pared. El dolor de cabeza no remitía, así que, ahora sí, a salvo de las miradas censurantes de cualquier señora, me tomé el Ibuprofeno y me tumbé sobre la cama, en la que una pareja hubiera dado rienda suelta a su amor con toda comodidad. Intenté no pensar mucho en ello.

jueves, 20 de mayo de 2010

Ángel sin Nombre (Capítulo IV)

17 de agosto de 2010.

Tan sólo pedía un día más. No me parecía algo exagerado e imposible de otorgar. ¿Unas pocas horas, por lo menos?

No.

Parecía que el tiempo había decidido que llevábamos ya demasiado juntos, y deseaba separarnos de una vez.

Los dedos de Ángel rozaban mi piel tan apenas, tan cargados de melancolía adelantada como lo estaba yo. Me había despedido ya de sus padres y su hermano (qué gente más maja, tuve que pensar cuando me recibieron en su casa por primera vez), quienes estaban dentro del Audi A5 negro, esperando. Ángel tomó la mano que llevaba el anillo de la salamandra, y mi palma acarició su mejilla con suavidad. El sol quería burlarse de nosotros, haciendo que el día hubiera salido espléndido, cuando sólo teníamos dentro nubes grises llenas de lluvia incesante y destructora.

-Ángel, cariño- dijo Victoria, su madre-, date prisa.

-Voy- rezongó él.

-Anda, vete ya- lo apresuré, sin ganas de alargar más el dolor que luego, cuando estuviera convencida de que ya no estaba a mi lado, se multiplicaría hacia el infinito.

Él clavó sus trozos de cielo nocturno en mis ojos hechos de chocolate amargo, e intentó, sin éxito, que sus labios se curvaran en una sonrisa que prometía cosas que no podría cumplir… Por ejemplo, “nos veremos pronto”. Iba a pasar un año muy largo hasta que lo volviera a ver, a menos que decidieran ir a Panticosa en invierno, cosa que rara vez hacían.

Sus labios besaron los míos por última vez hasta Dios sabía cuándo. Su sabor, por una vez y sin que sirviera de precedente, no era dulce como siempre. La amargura que nos invadía a ambos pretendía llenar todo lo que pudiera alcanzar.

-Siempre tuyo- me susurró con fuego en la voz, ardiendo en sus ojos, en la fuerza de sus manos rodeando las mías.

-Siempre tuya- murmuré, sintiendo cómo mi garganta se resistía a seguir aguantando un sollozo de agonía. Ángel se separó de mí sin querer hacerlo, y yo me quedé nuevamente sola, nuevamente sumida en la oscura tristeza, en el eterno invierno que habría de soportar hasta tenerlo de nuevo a mi lado.

Iba a ser un año muy largo, cargado de palabras sin sentido que querrían atravesar el cielo español desde Zaragoza hasta Madrid y que querrían llegar a su oído en un susurro inútil.

Sí.

Iba a ser un año eterno.

18 de Noviembre de 2010.

La mañana amaneció lluviosa. Me desperté, como todos los días, a las siete menos cuarto. No molestaba a mi madre, ya que últimamente tenía muchas cosas que hacer. Me miré la mano derecha, directamente el dedo anular. La salamandra de plata brillaba bajo el cielo plomizo que se dejaba ver a través de las ventanas. Me la llevé a los labios y la besé con ternura.

-Buenos días, Ángel- susurré. Fue como si sintiera que él hacía lo mismo con mi muñequera. Estaba siempre, al menos en algún sentido poético, conmigo, ojalá pensando tanto en mí como yo lo hacía en él.

Me vestí como una autómata, sin casi voluntad, con más o menos lo de siempre: vaqueros, camiseta negra o roja en su defecto, y deportivas. El desayuno se había convertido en la comida más superficial del día, ya que nada de lo que probaba me sabía a comida en realidad. Mamá al principio se había alegrado de que hubiera perdido peso, pero ahora estaba realmente preocupada. Yo nunca he sido delgada como un palillo chino (tampoco lo era ahora), pero jamás había perdido tantísimo. Decía que parecía enferma. Y, en efecto, estaba enferma, le había dicho el director de mi colegio. <> recuerdo que fueron sus palabras exactas. Mis amigas ahora apenas se atrevían a tocarme la moral, ya que me parecía estar hipersensible a todo, como con una eterna menstruación, solo que sin hinchazón y sin granos.

En el autobús que me llevaba al La Salle Gran Vía veía siempre a la misma gente. El año pasado hasta había hecho un amigo. Este, apenas miraba otra cosa que no fuera el infinito. A veces, cuando me paraba a pensarlo en un momento así más de lucidez, me preguntaba si mi actitud era normal. Estaba convencida de que no, de que me había vuelto absolutamente loca, y de que tal vez estuviera exagerando. Luego me decía “Pero coño, qué narices exagerando, hay gente que se suicida por menos” para consolarme y tratar de no parecer tan desequilibrada ante mí misma.

Aquel día me pareció como todos, tan recto, tan regido por un horario fijo que me daban ganas de chillar, de tirar mi mesa al suelo y escapar corriendo. Tres horas de clase antes del recreo. Tres horas después. Casa, comer, estudiar, ducharme, leer, dormir. Siempre lo mismo.

Nada en aquella mañana lluviosa de noviembre me insinuó que fuera a ser distinta.

-Bueno, Lai- dijo Mr. Bosque Sombrío, el profesor de Historia, con retintín. Sin duda sabía que todos me llamaban Lai porque yo lo prefería así, y para diferenciarme en algo de la niña de Heidi.- espero que haya estudiado.

-Ya sabe que sí- le contesté. A las ocho de la mañana yo no estaba exactamente de buen humor, y menos para que un tío que no se depilaba las orejas me tocase los ovarios. Hasta ahí podíamos llegar.

-Estupendo, entonces podrá hablarme un poco de la Segunda Guerra Mundial, si le parece- se sentó en su silla y juntó los dedos de las manos a lo Señor Burns cuando dice “Excelente”. Yo le eché una mirada escéptica y me aclaré la garganta.

-Claro. La Segunda Guerra Mundial fue un conflicto bélico que se desarrolló entre los años 1939 y 1945. Su origen se encuentra en un imbécil llamado Hitler, cuyas ideas equívocas interpretando la selección natural de Darwin le llevaron a pensar que Europa era suya, y no sé cómo, pero al principio varios le creyeron. Sus más destacados partidarios fueron Italia y Japón, una pena, porque los japoneses me caen bien. El imbécil en cuestión creó centros de exterminio de minorías en medio del campo, dejados de la mano de Dios, minorías entre las que principalmente se destacan los judíos. La guerra fue dura, cruel y sin sentido, y culminó con la decisión del presidente norteamericano Truman de lanzar dos bombas atómicas contra Japón, concluyendo el conflicto el 2 de septiembre del 45. ¿Quiere detalles, señor, o con una idea general le basta?

Todos me miraban entre preocupados por mi salud mental e impresionados. Mr. Bosque Sombrío no sonreía.

-Señorita, debo informarle de que sus contestaciones ya me están tocando las narices.

-Señor, debo informarle de que me he limitado a responder a su pregunta- me crucé de brazos, a mí qué si me expulsaban de clase y me mandaban con el director. Mr. Bosque Sombrío no era un hombre que pudiera alardear de paciencia, y francamente, no sé entonces para qué se mete a dar clase a adolescentes. Si tuviera su carácter y su trabajo, yo ya me habría suicidado.

El “We Will Rock You” me salvó de tener que escuchar una estupidez, probablemente, por parte de Mr. Bosque Sombrío. Cuando miré la pantalla, se me cayó el alma (y todo lo demás) a los pies.

Diego.

Y no conocía a ningún otro que no fuera el hermano de Ángel.

-No está permitido el uso de móviles en clase- me recordó con retintín el profesor. Le dirigí una mirada llena de veneno.

-Por supuesto que no- me levanté dándole una patada a mi silla y salí de clase.

sábado, 15 de mayo de 2010

Ángel sin Nombre (Capítulo III)

-La pena es que ya no puedo llevarte a la lluvia de estrellas fugaces.
-¿Es que el año que viene estarás muerto?
-El año que viene... Te juro que, si me muero, te acosaré en sueños.
-Cumplirías el tópico de "dulces sueños", entonces.

Ángel y yo estábamos sentados en la barandilla de un puente que atravesaba el Gállego. El atardecer del catorce de Agosto nació más bello que cualquier otro. Los rayos de sol acariciaban los árboles con pereza, como si no quisieran irse. El cielo naranja y dorado iluminaba nuestros rostros, tranquilos, nuestros cuerpos, unidos en un abrazo eterno. Él acariciaba mi pelo con dulzura, y yo apoyaba mi mejilla en su hombro, como si hubiera nacido para estar allí.
Sus labios acariciaron mi cabello con la suavidad de una pluma cayendo al vacío. Sólo estábamos acompañados por la naturaleza, una brisa suave que hacía la temperatura perfecta. El correr del agua disimulaba los cantos de los habitantes del bosque, como una desacompasada melodía que sustituía a una canción romántica.

Ángel deslizó su mano hasta mi barbilla y me hizo alzar el rostro. Sus labios encontraron los míos con la misma facilidad que Lucía tenía para encontrar las galletas en casa. Cuando me besaba, yo me sentía atravesar corriendo un campo, descalza bajo una lluvia irisada y un sol ciego. Su boca sabía a amor y a melancolía, a un deseo irrefrenable de recuperar el tiempo perdido, a unas ansias de tenerme a su lado para siempre. Él decía que la mía sabía a oscuridad, a tristeza, a ganas de libertad. Con todo, añadía, le encantaba.

Cuando nos separamos, mi mente aún corría bajo la lluvia y el arco iris. Sus ojos se clavaron en los míos con intensa ternura. Un gran chupinazo rompió la serenidad y la belleza del momento.

-Las siete- comenté con desgana. Faltaba una hora para que todo el pueblo se congregara en la plaza de la iglesia o bien a criticar a la orquesta, si era mala, o bien a ponerse a bailar de forma muy tonta.
-¿Sabes qué podemos hacer?- dijo Ángel, bajando del puente.
-¿Suicidarnos como Romeo y Julieta, y así no tenemos que ir a la verbena?- sugerí esperanzada, apoyando mis manos en sus hombros al tiempo que él rodeaba mi cintura para bajarme. Se rió, como solía hacer cuando yo soltaba chorradas así.
-No, mujer... Podemos cenar juntos, en nuestro claro- sus ojos ardían, de tal manera que era imposible negarle nada.
-Cenar... ¿Y nuestros padres?- pregunté, ya que no estaba segura de que mi madre estuviera por la labor de dejarme marchar.






-¡Pues claro que sí, cariño! ¡Me parece estupendo! Así yo podré subir a Sallent con Cristina y los Ballesteros, que se han dejado caer por aquí.
Miré a mi madre con los ojos como platos soperos.
-Mam... Mamá, ¿me has oído bien? Voy a cenar sola con mi novio.- remarqué las palabras que eran más susceptibles de haber sido pasadas por alto.
-Pues claro, Clara- puse los ojos en blanco, qué broma más tonta.- ¿No es algo normal entre parejas? Bueno, me marcho a casa de Cristina. ¡Pásatelo bien!- y cerró la puerta con alegre imprudencia. Me quedé mirando al vacío unos segundos, pero luego recordé que tenía que tratar de adecentarme. Tenía dos horas.

Mientras el agua tibia de la ducha corría por mi cuerpo blanco, sentía crecer un nudo en la boca de mi estómago. No podía evitar los pensamientos que suelen acosar a una chica cuando cena por primera vez con su novio/ligue/polvo de una noche. ¿Qué pasaría después? ¿Querría Ángel que él y yo...? No, vamos, es que no podía ser, no podía creer que yo iba a...
-¡¡¡GAAAAAAGH!!!- grité en la ducha, desestresándome al momento. Ommmm... Por el amor de Emilie Autumn, ¿de qué tenía miedo? Ángel me gustaba, lo quería con todo mi ser... Y, sí, lo confieso, me ponía un montonazo. ¿Acaso no lo quería en todos los sentidos?
"Sí", me tuve que responder a mí misma mientras me secaba el pelo. "Pero no estoy preparada para esto, todavía".
Y estaba segura de que él lo sabía. Me relajé mientras deslizaba la blusa púrpura sobre los pantalones negros. Sólo cenaríamos, escucharíamos música, nos reiríamos de los que estuvieran en la verbena, un besito y a correr.

Al menos, eso esperaba.

Salí de casa a las nueve y cuarto. Tomé un camino más largo, para evitar tener que pasar por la plaza. De lejos me llegaba un ya mítico "Paquito el Chocolatero", y los "¡Ey, Ey, Ey!" del mundo en general. Negué con la cabeza al tiempo que salía al sendero del bosque. Otra música cruzaba por el aire, una canción que yo conocía muy bien: "Shy", de Sonata Arctica. No me lo podía creer. Avancé hasta el claro.

Tuve que frotarme los ojos al verlo.

Ángel había, no sé cómo, llenado toda la hierba de cuencos de cristal con agua y velas flotando en ella. El sauce brillaba con el resplandor del fuego en sus hojas ancianas. Al lado de una mini cadena portátil con adaptador de iPod, había una neverita. No de estas extrañas que las abuelas llevan al campo. La de Ángel parecía titanio puro. El "Shy" seguía sonando (But I'm shy, can't you see?) cuando se acercó con una sonrisa a besarme la mano. Estaba increíblemente guapo. Llevaba unos vaqueros desgastados, una camisa blanca y una corbata mal atada, una indumentaria que parecía querer decir "Passsso del mundo, tío, ¿lo piíllas?". Sin embargo, todo estaba simétricamente desordenado, a mí no me engañaba.

-Bienvenida al baile, princesa- sonrió ante mi cara atónita, y me cerró la mandíbula contra el resto de mi cara con un dedo ligero y suave.
-¿Cómo... Cómo diablos has hecho esto en sólo dos horas?- conseguí preguntar. Me faltaba el aire, y tenía los ojos más abiertos que un dibujo manga.
-Me ha ayudado mi hermano- dijo con naturalidad, arrastrándome hacia el manto de hierba iluminada por las velas. Aprecié que iba descalzo, así que me apresuré a mandar mis zapatos al quinto pino. La canción había dado paso a otra, un bonito "What if" de Emilie Autumn, mi solista favorita.

-¿Cómo sabías...?- Ángel silenció mi pregunta con un beso cargado de pasión. Mis miedos y mis dudas renacieron, junto con un mínimo sentimiento de deseo. Mi inseguridad era demasiado fuerte.
-Bueno- dijo cuando nos separamos.- siéntate y dime si he acertado con la cena. Ahora mismo vuelvo- se internó en la espesura y yo me quedé allí, con Emilie Autumn preguntándose qué pasaría si ella fuera un desierto donde se sufre mucho y se goza poco.

Cuando regresó, cargaba una mesita pequeña y cuadrada, de tipo japonés, baja y de madera oscura. Mi sorpresa iba dando, poco a poco, paso a la incredulidad.

-Vamos, confiesa, ¿desde cuándo tienes preparado esto?- le pregunté, colocando en su lugar los platos de cristal azulado que me pasaba. Él se rió, dándome un tenedor y un cuchillo.

-Desde esta mañana. Pero lo de las velas lo he hecho ahora, eso te lo prometo- puso dos copas en su sitio y las llenó de Trina T! de manzana, mi bebida favorita. Me puse el dedo índice y el pulgar en el puente de la nariz, cerrando los ojos. No recordaba haberle comentado que Emilie Autumn era mi cantante favorita, ni que el Trina T! de manzana me gustaba más que otra cosa, ni que lo japonés me volvía loca. Ángel había averiguado todas esas cosas por sí mismo, y a mí me hubiera encantado saber cómo, pero tenía algo peor rondándome la cabeza.

Había ido preparando aquello desde esta mañana. Luego, ya sabría que sus padres le iban a dejar marcharse, y su hermano también estaba al tanto de que pretendía pasar aquella noche conmigo. Glup. Otra cosa que debí haberle dicho es que no me gustan las sorpresas, nunca me han gustado. Y también que, cuando estoy con

alguien, prefiero saber lo que va a pasar en cada momento. O sea, que sí, que me gusta tenerlo todo bajo control.

Pero parecía que Ángel era más de tirar de misterio y secretismo.

La cena en sí, lo reconozco, estuvo genial. Acertó con todo, había traído hasta sushi. Hablamos bastante, del futuro, de nuestros planes, y yo traté de evitar la pregunta de “¿Qué viene después de la cena, cariño?”. Tampoco quería quedar como una niñata miedosa y preocupada que no sabe disfrutar del momento.

Las canciones que se iban sucediendo unas a otras me sorprendían cada vez más. Parecía que Ángel me hubiera quitado el iPod y se las hubiera copiado en el suyo. Sonó de todo, y todo me gustaba. Pasamos por un “Forever Yours”, de Nightwish, dentro del espectacular CD de Century Child, y también “While Your Lips are Still Red”, del CD de Amaranth, hasta un bellísimo “Liz on the top of the World”, de la banda sonora de Orgullo y Prejuicio. Oí mucho a Emilie Autumn (“Willow”, “Save You” y “Misery Loves Company”), también a Yiruma con su “River Flows in You”. Estaba terminando Nickelback y su “Far Away”, cuando Ángel se levantó. Me tendió la mano como si me pidiera un baile, y justo en el momento que se la cogí, “A Postcard to Henry Purcell” invadió el claro.

No bailábamos exactamente. Nos movíamos como hojas al viento de forma acompasada, abrazados y guiados por la música. Su mejilla se apoyaba en mi pelo con delicadeza, y yo cerraba los ojos, lista para los preliminares. Al menos, así lo llamaban en “Aquellos Maravillosos 70”.

-Estás muy tensa, princesa- comentó Ángel mientras los violines subían el ritmo. Yo suspiré por enésima vez aquella noche. Esperé a que terminara la canción para separarme un poco, y quedar sólo unida a él por las manos. Me miró medio sonriendo, gesto que fui incapaz de devolverle.

-Ángel, esto ha sido… Genial… Y voy a intentar hacer lo mejor posible lo que viene ahora, aunque no te prometo nada, y que sepas que o te pones goma, o…

-¿Qué dices, Clara?- estaba realmente sorprendido. Me soltó las manos de la impresión, y yo me sentí temblar entera.

-Que no estoy exactamente lista para “eso”, pero que vamos, voy a estar un año sin verte, y me parece justo que quieras…

-No quiero- se apresuró a cortarme.- La cena no era para eso- se rió nervioso, pasándose una mano por el pelo.

¿QUÉ?, hubiera querido gritar. Abrí la boca por la sorpresa, y tuve que apoyar el trasero en la hierba, pues mis piernas parecían hechas de gelatina o algo peor. ¿Así que no íbamos a hacerlo? ¿Iba a preservar mi castidad y mi pureza un tiempo más? Ángel debió pensar que me había puesto mala o algo, porque se arrodilló delante de mí y me tomó la mano, cuyo gélido tacto podía sentir hasta yo. Se la llevó a los labios, y yo me eché a reír como una lunática.

-Ya te puedes empezar a preocupar por mi salud mental- murmuré, y él sonrió.

-Desde luego… Hay que ver, tus hormonas, qué activas y qué revolucionadas están- me puso de pie otra vez y me abrazó. Esta vez sí que pude sacar algo más de fuerza y devolverle la muestra de cariño. Me acarició el pelo sonriendo, medio riéndose en mi oído.

-Lo siento- me disculpé. Ángel negó con la cabeza, apretándome más fuerte contra él.

-No te disculpes. Es normal que pensaras… Pero tienes que saber que yo tampoco estoy listo, aunque te quiero con todo mi ser. No… Esta cena no era para eso, desde luego que no.

-Mejor, porque yo no quiero dejar mi castidad atrás con baladitas- argumenté, como si esa fuera mi única excusa, a pesar de haberle dicho apenas tres minutos antes que no estaba lista para aquello.

Ángel se rió, llenando cualquier espacio vacío de mi alma con ese sonido digno del mejor de los dioses, mezcla de arroyo, música celestial y luz de sol, y se separó de mí, sosteniéndome por los hombros. Sus ojos, exactamente del mismo color del cielo nocturno que nos cubría, me miraban con infinito amor y dulce ternura. Alcé la mano para acariciar su cara. Recorrí las líneas que dibujaban su rostro perfecto, al cual, el fuego daba un aire aún más atractivo si cabía. Me alcé sobre las puntas de los pies para presionar mis labios contra los suyos con suavidad. Él correspondió a mi beso, delicado y cálido como una mañana primaveral.

-Esta noche- comenzó Ángel cuando me separé con una sonrisa enigmática- quería hacerte una pregunta.

Se volvió a la mini cadena (la cual ahora reproducía “Caresse sur l’océan” de “Los Chicos del Coro”) y de detrás de ella sacó una cajita negra, aterciopelada. Sin saber por qué, noté cómo las lágrimas acudían a mis ojos, emocionadas. Me tapé la boca con una mano, incapaz de creerme lo que iba a pasar. Mi perfecto ángel terrenal abrió la cajita, descubriendo un anillo plateado que se retorcía, formando una salamandra, uno de mis animales preferidos. Me tomó la mano que no cubría mis labios y me lo puso en el dedo anular, como si me fuera a pedir en matrimonio.

-La distancia y el tiempo podrían hacer que me borraras de tu mente con facilidad- murmuró, cerrando su mano alrededor de la mía. Yo lo miré, incrédula y frunciendo el ceño. ¿Cómo podía pensar eso?

-Nunca, jamás podría dejar de pensar un solo momento en ti- aseguré apasionadamente. Él me acarició la mejilla.

-Lo que quería preguntarte… ¿Estarás siempre conmigo? ¿Pase lo que pase, aunque la Tierra se caiga a pedazos, serás mía para siempre?

-Sí- contesté sin dudarlo un segundo. No podría querer a nadie más aunque me empeñara. Ángel era el único que siempre, desde que yo tenía nueve años, había estado clavado como una amarga y maravillosa espina en mi corazón. Una espina que ni el más hábil de los jardineros podía arrancar.- Te juro que siempre estaré a tu lado, que seré siempre para ti… Y tú, ahora, júrame que siempre serás para mí- aquí o todos o ninguno, me dije.

-Te lo juro- prometió muy solemne. Yo me miré de arriba abajo, a ver si encontrara algo que fuera equivalente al anillo que no pensaba quitarme jamás de los jamases jamasianos. Lo único que encontré fue mi muñequera de tela, en la que ponía Nightwish. Me la quité y se la puse a él. Le quedaba bien y todo, oyes.

Nos sonreímos el uno al otro, con la muda y eterna sombra de nuestras promesas grabadas a fuego en los ojos, en el alma, en el corazón.

Las horas pasaron volando, y para cuando nos quisimos dar cuenta, eran casi las tres de la madrugada. Ninguno queríamos separarnos del otro, y Ángel sopló, una por una, todas las velas para apagarlas. Pudimos ver el cielo estrellado en su totalidad y, cosa rara, ambos vislumbramos la estrella fugaz que había estado esperando para surcar el firmamento en cuando el fuego de nuestro claro se hubo extinguido.

Cuando llegué a las escaleras de casa, el beso que me dio fue el más mágico, romántico y especial de todos hasta ese momento.

-Te quiero- me susurró.

-Yo también te quiero- murmuré. Ángel soltó mi mano y se dio la vuelta, bajando por la cuesta hasta su casa. Me quedé con la mano en el corazón, suspiré y subí hacia mi piso. > pensé, esperando que mi mente fuera capaz de encontrarlo ella solita. <>>

martes, 11 de mayo de 2010

Ángel sin Nombre (Capítulo II)

Los dos días que siguieron a la noche de la caída de estrellas fugaces se me antojaron aburridos. El día doce nos fuimos todos de excursión, algo muy normal teniendo en cuenta el lugar en el que estábamos. El trece, sin embargo, quisieron irse a un pico que a mí no me apetecía y me quedé en casa, toda feliz de tener unas cuantas horas de libertad sin vigilancia.

A las doce salí a alquilarme una película. No es que en casa nos excediéramos con la tecnología, ni mucho menos. Pero el ordenador, el mejor invento del ser humano sobre la Tierra desde la literatura, tenía programa de reproductor de DVD. Me agencié el iPod, la tarjeta y el bolso con llaves, móvil, Metal Hammer y cazadora, por si acaso. Encendí mi reproductor de música y la melodiosa voz de Tarja Turunen, ex cantante de Nightwish, invadió mis oídos.

Mientras pasaba por delante del supermercado, me fui haciendo un esquema mental de la película que quería ver. Me apetecía algo absurdo, algo tan banal y tan poco acorde a la fachada que yo mostraba al mundo, que fuera capaz de levantarme el ánimo. Cuando llegué a la maquineta, no lo dudé: alquilé Orgullo y Prejuicio, una película que, si no me la había visto treinta veces, no la había visto ninguna.

Yo tenía intención de acabar rapidito, pero a la estúpida tarjeta le dio por no funcionar en aquel preciso instante. Di un golpe en la pared con los nudillos.

-Leches, ¿pero qué rayos te pica hoy, tarjeta asquerosa?- maldije mirando a la pantalla como si me hubiera ofendido gravemente.

No me había dado cuenta de que no estaba exactamente sola.

-¿Necesitas ayuda?- dijo una voz grave, tranquila, musical, detrás de mí. Yo me di la vuelta bruscamente, dispuesta a despachar a quien fuera y que me dejasen seguir maldiciendo en paz.

No esperaba encontrar sus ojos, negros como un cielo nocturno sin estrellas, atravesándome, viendo mi alma como si fuera un libro con dibujos y de letras grandes, pero aún así, interesante en grado superlativo.

No esperaba que sus perfectas facciones estuvieran alteradas por una sonrisa dulce y burlona, tan franca como misteriosa. Al sonreír, sus mejillas adoptaban un tono melocotón que contrastaba con su palidez extrema, un tono afrutado que me volvió loca desde ese momento.

No esperaba verlo ahí, apartándose el pelo negro de los ojos, arrancando reflejos azulados, ligeros resplandores al moverse y brillar el sol en cada cabello.

-Parece que tienes problemas- observó amablemente, entrando sin que yo lo hubiera invitado a la caseta donde estaba la máquina.

-No, yo… Bueno, la tarjeta no me va, pero creo que la he metido al revés- me expliqué, no quería pasar demasiado tiempo a su lado si luego iba a irse sin presentarse, como hacía siempre.

-Pues sí, tienes razón, la has metido del revés- volvió a sonreír, sacando la tarjeta (“Bendita sea” pensé en aquel momento) de la ranura y poniéndola correctamente. Se hizo a un lado como un caballero para que yo introdujera el código en la pantalla táctil. Cero, cinco, cero, siete. Mi ángel sin nombre miró la pantalla donde estaba la lista de películas, mientras la máquina hacía ruidos raros para sacar la mía.

-Orgullo y Prejuicio- comentó.- Tiene una banda sonora excelente.

-Sí, sí que la tiene- coincidí sin mirarlo. Él sonrió ante mi actitud y, más rápido que yo, cogió la caja con el DVD en su interior.

-¿Cuál es tu escena favorita?- preguntó muy serio, como si me pidiera consejo para dominar el mundo mientras agitaba la película delante de mí.

-¿Disculpa?- solté yo, estupefacta.- ¿A qué viene eso ahora?

-Sólo quiero saber más de ti, Clara- sonrió de nuevo, y yo fruncí los labios. ¿Que quería saber más de mí? Sí, claro, y yo si tuviera ruedas sería una bicicleta, no te…

-Yo ni siquiera sé tu nombre- le recriminé, imprimiendo en esa frase toda la amargura que había acumulado durante siete largos años. Para colmo, él sí que sabía el mío. Aunque claro, no me pilló por sorpresa, ya que mis adoradas primas (nótese el sarcasmo) tenían la adorable costumbre de llamarme a grito pelado cuando no hacía ninguna falta, o peor, cuando él estaba rondando cerca.

Él dejó de sonreír ante mi acusación. Compuso una expresión seria y salió de la caseta. Contra pronóstico, se quedó fuera, esperándome. Yo abandoné el estrecho lugar con rapidez.

-¿Te importa que retrase un poco tu vuelta a casa?- me preguntó una vez estuvimos los dos bajo la luz del sol. Parpadeé. O ese chico había leído Crepúsculo, o era demasiado educado como para ser un adolescente del siglo XXI.

-No, claro… En realidad no hay nadie- murmuré. Él sonrió. Dios mío. Por todos los cinturones de Alice Cooper, ¿cómo podía un ser humano ser tan condenadamente guapo? ¡Encima hablaba bien!

-Perfecto, entonces, te puedo acompañar, si me lo permites, claro- me miró de nuevo como si tratase de leer mi alma.- ¿Vamos?

Yo asentí con la cabeza, sin hablar. No sabía si me había sonrojado, esperaba que no, pero ya no podía formular una frase inteligente, no con él tan cerca. Comenzamos a caminar, tranquilos y sin prisa. Me pregunté si sería posible que él quisiera pasar todo el tiempo que pudiera a mi lado, exactamente lo que sentía yo.

-Me llamo Ángel- dijo al fin, tras un rato de silencio. Yo me detuve. Él se dio la vuelta para mirarme, entre extrañado y dulce. Sus ojos me interrogaron al posarse sobre los míos. Se acercó a mí, dado que yo me había quedado atrás. La muda pregunta de su mirada urgía una respuesta convincente.

-No sé explicártelo sin parecer idiota- susurré, perdiéndome en esos dos pedazos de cielo nocturno.

-Inténtalo. No voy a reírme- de pronto, su rostro se iluminó con un aire de infantil ingenio.- Vamos a otro sitio- y me agarró de la mano y tomó el camino hacia el parque. Yo pensé que me llevaba a la caseta donde nos vimos por primera vez, en el principio de los tiempos, pero pasó de largo y continuó por el camino al Pueyo.

-¿Dónde vamos?- pregunté yo, mientras metía la película en el bolso, junto a la Metal Hammer, el móvil, el iPod y las llaves.

-Al bosque, ¿te parece bien?- dijo él, aunque yo tenía la ligera impresión de que si me parecía bien o mal daba un poco igual.

No tuvimos que caminar mucho, además, yo me sabía el recorrido de memoria. La mayor parte era sombría, lo cual, con lo caluroso que nos había salido el día, era una bendita bendición. Yo me quité la cazadora y la metí al bolso, que parecía a punto de petarse. Pobrecillo.

-Ya llegamos, aunque tú conoces bien el lugar, ¿no?- comentó él sonriendo. Yo le dediqué una mueca, como si lo conociera de toda la vida. En realidad, era más o menos así, pero lo que se decía conocernos a fondo… Intuía que íbamos a empezar en aquel momento. Yo estaba emocionada en grado sumo, y trataba de no hacerlo evidente. Lo mismo era una broma.

-Es raro que no estés con tu hermano- observé, mirándolo. Él se rió, y su risa era tal como yo la recordaba: musical, traviesa, juguetona…

-Me he escapado, aunque luego me interrogará y tendré que mentirle o decirle la verdad… Ya estamos- llegamos a un prado rodeado de árboles, un prado donde allá, en la lejanía, se distinguía un puente para cruzar al otro lado del bosque. Las flores estaban abiertas al sol, y la hierba estaba tan verde como… Como… Como una cosa muy verde. Yo conocía aquel pradito de memoria, había estado cientos de veces en él, pero nunca en tan agradable compañía. Ángel, si es que ése era su verdadero nombre, se volvió a mí y me invitó a continuar hasta un sauce con un gesto del brazo. Se sentó en el suelo a la sombra del anciano árbol y yo hice lo propio, situada en frente suyo.

-Bueno, dispara- dijo, y se recostó contra el tronco del sauce. Yo me lo quedé mirando. A ver si lo había pillado bien, ¿pretendía que le dijera todo lo que yo había callado durante siete largos años?

-Yo… Verás, es complicado y chocante para mí empezar a conocerte ahora, cuando llevo siete años tratando de hablar contigo, sin siquiera saber tu nombre…

-¿Y por qué no lo hiciste?- cortó él.

-Pues porque siempre estabas con tu hermano o tus padres, o hablando por el maldito móvil…

-Y te daba vergüenza- concluyó él.

-La verdad es que sí, me daba vergüenza- repliqué yo, apartándome el pelo de la cara. Él se limitó a sonreír. En sus ojos había una expresión extraña, como melancólica.

-No tenías por qué- acabó diciendo, rompiendo el caótico silencio en que nos habíamos sumido los dos. Yo lo miré con ligera hostilidad, una sensación que se daba de bofetadas con la adoración rayana en la locura que siempre había sentido hacia él.

-Sí tenía por qué. Tal vez no lo hayas notado, pero a la gente le suele avergonzar entablar una agradable y campestre conversación con un perfecto extraño- remarqué el “perfecto”. Si decidió que iba o no con segundas, nunca lo supe.

-Tú y yo no somos extraños- murmuró clavando sus ojos en mi cara.

Una renovada fuerza me había apresado. Era ira, ira porque decidiera hablarme justo cuando yo empezaba a reunir fortaleza suficiente para dejar el asunto atrás. Ira porque me estaba echando en cara totalmente que yo no hubiera sido valiente (o masoquista) y no hubiera dado el paso. Ira porque yo quería que todo eso lo hiciese él, pero nunca se había molestado en saber lo que yo pensaba o deseaba.

Nunca, hasta ahora.

-Sí que somos extraños- le discutí. Él sonrió con paciencia.

-Para mí, tú no eres una extraña.

-No sabes nada de mí.

-En eso te equivocas completamente.

-Ya, sí, claro.

-Te equivocas completamente- repitió sonriendo, inclinándose hacia mí.- Sé mucho de ti, y sólo he necesitado escuchar y atar cabos.

Bufé. Ahora iba a resultar que el chico era una especie de Sherlock Holmes español, joven e irremediablemente atractivo.

-Elemental, mi querido Watson- parodié, provocando que él se riera a mandíbula batiente.

-¿Ves? Ya sabía que eras divertida. Y sarcástica, y cuando te cabreas, irónica- dijo, con el rastro leve de su risa aún en la cara.

-Oh, Dios, no tengo secretos para ti- ironicé poniendo los ojos en blanco.

-Ahí lo tienes. Sarcasmo e ironía. Cuesta creer que los uses tanto para ser tan joven.

-Una aprende rápido, abuelete- se rió una vez más.

-Te interesará averiguar que sé que eso es pura fachada.

Me quedé de piedra. ¿Qué se había creído el niñato aquél? ¿Fachada? ¿Y él que puñetas sabía? Mi expresión de cabreo in crescendo debió de reflejarse en mi rostro, ya que él alzó una mano, pidiendo calma. Sí. Uf. Serenidad y clases de yoga, como yo decía siempre.

-¿Tú qué sabes?- mascullé con furia. Desde luego, nuestro primer contacto no estaba yendo como yo hubiera querido. No había planeado cabrearme y que él fuera de superfilósofo por el mundo.

-Sé más de lo que te piensas- replicó él, ahora con una mirada seria.- Lo sé porque yo he mantenido la misma fachada desde el primer momento que…- calló. Lo que fuera que iba a decir, era obvio que no lo consideraba adecuado para que yo lo oyera. Y eso me picó. Mucho.

-¿Qué? ¿Desde el primer momento que qué?- presioné. Ángel apartó los ojos de una brizna de hierba que paseaba entre sus dedos y los clavó en los míos. Sentí cómo buena parte de mi sangre se acumulaba en mis mejillas, pero le sostuve la mirada, desafiante.

-Desde el primer momento en que una niña de nueve años me atrapó con su mirada de chocolate reluciendo al sol de la tarde. Desde el primer momento que la oí hablar- el chico sonreía y se acercaba a mí despacio, pero yo estaba demasiado ocupada estudiando con cautela esos dos trozos de cielo de la noche, tratando de averiguar si mentían o eran tan sinceros como parecía.

De una indiferencia absoluta, él decía que había sentido lo mismo que yo, actuado igual que yo, reaccionado como yo lo había hecho. La situación era tan ridícula que yo sólo tenía dos opciones: o preguntar dónde estaba la cámara oculta y el equipo de Just for Laughs… O bien creerlo.

Creer que mi cuento de hadas estaba a punto de hacerse realidad y que yo aún podía ser rescatada a manos de mi príncipe azul. Tenía la opción de creer que podía ser, al fin, feliz con aquel a quien yo, como ocurre en las historias que merecen la pena contarse, empezaba a conocer en aquel momento. Feliz con aquel chico al que amaba de verdad, sin importarme las circunstancias.

Y él estaba siendo sincero. El Jefazo sabrá por qué, pero ahí lo tenía, a escasos centímetros de mí, con dos ónices clavados en el indigno chocolate que teñía mis ojos. Él era real, era… Era verdadero, no era un caballero andante de novela artúrica ni un elegante vampiro salido de la imaginación de Stepheine Meyer. Tampoco era un romántico señor Darcy ni un valiente príncipe Caspian, ni un enamorado Romeo.

Era mucho mejor que todos ellos. Eran tan gallardo como el caballero y tan educado como el vampiro; era tan romántico como el señor Darcy, y me parecía tan valiente como Caspian. Y, desde luego, como Romeo, estaba enamorado.

Enamorado, por increíble, surrealista, absurdo y fantástico que pueda parecer, de mí.

Yo había elegido la opción del cuento de hadas. La opción de salir de niebla y las sombras a un sol fulgurante y reluciente. Y él lo supo, mirándome a los ojos, desentrañando mi expresión. Supo que yo quería una historia de amor verdadero y eterno a su lado, porque eso era lo que él deseaba también. Supo que, de la ardua batalla que había librado consigo mismo, había salido vencedor. Y yo sentía lo mismo.

Entonces, me tocó. Su mano fresca y suave se posó en mi mejilla enrojecida, y su dedo pulgar la acarició con ligereza. Yo incliné la cara sobre la palma, con los ojos fijos en la hierba.

-Aún no te lo crees- adivinó él en un susurro divertido. Yo lo miré con una sonrisa.

-Elemental, mi querido Watson- dije por segunda vez, burlona. Él volvió a reírse. Por Lordi, tendría que componerle una canción a esa risa. Era una mezcla de música divina, luz de sol y arroyuelo burbujeante que nacía no de la garganta, sino del corazón. Era lo más hermoso que yo había oído jamás, incluyendo el May it Be de Enya.

-¿Cómo puedo demostrártelo?- preguntó con un gesto dulce, sus mejillas adquiriendo ese tono melocotón que me había vuelto loca.

-No puedes. Que me lo crea o no es cosa mía y de lo dispuesta que esté a despertar y aceptar que esto es un sueño.

-Pero no lo es.

-Ya, sí, claro.

Y entonces, sin previo aviso, me tiró del pelo. Vaya hombre, nos habíamos declarado hacía diez minutos y ya había violencia de género. Le eché una mirada encendida de rabia y él se rió por enésima vez.

-¿Te ha dolido?- inquirió con interés.

-Nooooooo- dije, sarcástica.

-Pues eso te prueba que no es un sueño.

Vaya, y tenía razón el condenado. Le saqué la lengua como Lucía solía hacer cada vez que alguien de quitaba la punta de su tortilla de patata.

-¿Y qué sabes de mí?- quise ventear, ya que eso de “escuchar y atar cabos” me había tocado la fibra curiosa. Él se quedó pensativo.

-Pues… Odias el color rosa- me sonrió como diciendo “no tienes remedio”.- También la cursilería y los cabezas huecas… Y que las orquestas del pueblo te hacen vomitar.

Esta vez me tocó a mí reírme. Me estaba calando en todo lo que no me gustaba.

-¿Y qué más?- pregunté.

-¿Qué quieres saber?

-Dime lo que me gusta.

-Yo- dijo, hinchando el pecho cual pavo real.

-Engreído- reí, poniendo un dedo en sus pectorales para bajarle un poco las ínfulas. Él tomó mi mano y la acercó a sus labios, pero no llegó a besarla. Todo el mundo sabe que es de mala educación besar la mano de una señorita por completo.

-Pues te gusta… El color verde. Y… salta a la vista que el heavy metal… Y creo recordar que tu grupo favorito es Sonata Arctica.

-¿Cómo…?- yo estaba alucinada.

-No sabes de lo que uno se puede llegar a enterar cuando la persona a la que espía no está mirando.

-Bueno, y dejando aparte las violaciones de mi intimidad gracias a tu supremo espionaje digno del FBI…

-¿Qué me quieres ocultar, forastera?

-Mis medidas.

-Eso no tardaré en averiguarlo.

-Que te lo crees y todo- reí, y él se unió a mis risas. Era maravilloso poder bromear con él; era cumplir un sueño. A partir de aquella tarde empecé a creer que nada es imposible.

-Pero tú sigues sin saber cosas similares de mí, pequeña tonta vergonzosa- me dio un toquecito en la nariz. Yo le dediqué una mirada de furia desde el amor y el cariño.

-Es que eres como una fortaleza impenetrable- me defendí.

-Cierto; pero te estoy abriendo las puertas y te estoy dejando pasar. A ti y sólo a ti.

-¿Y eso?

-¿Aún no te lo ha dicho nadie?

-¿El qué?

-Te amo, Clara.

Yo me quedé blanca, helada, de piedra. No es que no hubiera soñado que me lo decía cada noche; es que no estaba acostumbrada a oírlo. Y tampoco hubiera esperado que llegara a suceder. Ángel me miraba preocupado.

-¿Qué pasa? ¿No te hace feliz?

Yo sacudí la cabeza. Quería gritar y reír, quería saltar y llorar de emoción. Las lágrimas asomaban a mis ojos, y no quise detenerlas esta vez.

No quise porque habían vuelto a pintar la fachada. Y esta vez habían elegido un color claro y luminoso, ardiente como un día de verano. Como ese día de verano. No; no detuve las lágrimas que cayeron de mis ojos a mi regazo, ni las más tímidas que recorrían mis mejillas. Tampoco oculté la amplia sonrisa que había imaginado esbozar y nunca llegaba a hacerlo.

-Estás llorando- murmuró mi ángel. Una de las emocionadas lágrimas cayó en su antebrazo.- ¿Por qué lloras?

-Es que… Es que soy feliz. Muy, muy, muy feliz.

-¿Y eso?

-¿No te lo ha dicho nadie?

-¿El qué?

-Yo también te amo, Ángel. Mi adorado ángel sin nombre que ya no está en el anonimato. Mi príncipe. Mi Edward, mi señor Darcy, mi todo- solté, una por una, las reflexiones que había acumulado conforme conocía personajes para compararlo. Solté lo que le quería decir desde que tenía nueve años. Solté que lo amaba, solté la llama de esperanza que me había impulsado a persistir. Y él agradeció la confesión con una dulce sonrisa.

Y me besó.