sábado, 15 de mayo de 2010

Ángel sin Nombre (Capítulo III)

-La pena es que ya no puedo llevarte a la lluvia de estrellas fugaces.
-¿Es que el año que viene estarás muerto?
-El año que viene... Te juro que, si me muero, te acosaré en sueños.
-Cumplirías el tópico de "dulces sueños", entonces.

Ángel y yo estábamos sentados en la barandilla de un puente que atravesaba el Gállego. El atardecer del catorce de Agosto nació más bello que cualquier otro. Los rayos de sol acariciaban los árboles con pereza, como si no quisieran irse. El cielo naranja y dorado iluminaba nuestros rostros, tranquilos, nuestros cuerpos, unidos en un abrazo eterno. Él acariciaba mi pelo con dulzura, y yo apoyaba mi mejilla en su hombro, como si hubiera nacido para estar allí.
Sus labios acariciaron mi cabello con la suavidad de una pluma cayendo al vacío. Sólo estábamos acompañados por la naturaleza, una brisa suave que hacía la temperatura perfecta. El correr del agua disimulaba los cantos de los habitantes del bosque, como una desacompasada melodía que sustituía a una canción romántica.

Ángel deslizó su mano hasta mi barbilla y me hizo alzar el rostro. Sus labios encontraron los míos con la misma facilidad que Lucía tenía para encontrar las galletas en casa. Cuando me besaba, yo me sentía atravesar corriendo un campo, descalza bajo una lluvia irisada y un sol ciego. Su boca sabía a amor y a melancolía, a un deseo irrefrenable de recuperar el tiempo perdido, a unas ansias de tenerme a su lado para siempre. Él decía que la mía sabía a oscuridad, a tristeza, a ganas de libertad. Con todo, añadía, le encantaba.

Cuando nos separamos, mi mente aún corría bajo la lluvia y el arco iris. Sus ojos se clavaron en los míos con intensa ternura. Un gran chupinazo rompió la serenidad y la belleza del momento.

-Las siete- comenté con desgana. Faltaba una hora para que todo el pueblo se congregara en la plaza de la iglesia o bien a criticar a la orquesta, si era mala, o bien a ponerse a bailar de forma muy tonta.
-¿Sabes qué podemos hacer?- dijo Ángel, bajando del puente.
-¿Suicidarnos como Romeo y Julieta, y así no tenemos que ir a la verbena?- sugerí esperanzada, apoyando mis manos en sus hombros al tiempo que él rodeaba mi cintura para bajarme. Se rió, como solía hacer cuando yo soltaba chorradas así.
-No, mujer... Podemos cenar juntos, en nuestro claro- sus ojos ardían, de tal manera que era imposible negarle nada.
-Cenar... ¿Y nuestros padres?- pregunté, ya que no estaba segura de que mi madre estuviera por la labor de dejarme marchar.






-¡Pues claro que sí, cariño! ¡Me parece estupendo! Así yo podré subir a Sallent con Cristina y los Ballesteros, que se han dejado caer por aquí.
Miré a mi madre con los ojos como platos soperos.
-Mam... Mamá, ¿me has oído bien? Voy a cenar sola con mi novio.- remarqué las palabras que eran más susceptibles de haber sido pasadas por alto.
-Pues claro, Clara- puse los ojos en blanco, qué broma más tonta.- ¿No es algo normal entre parejas? Bueno, me marcho a casa de Cristina. ¡Pásatelo bien!- y cerró la puerta con alegre imprudencia. Me quedé mirando al vacío unos segundos, pero luego recordé que tenía que tratar de adecentarme. Tenía dos horas.

Mientras el agua tibia de la ducha corría por mi cuerpo blanco, sentía crecer un nudo en la boca de mi estómago. No podía evitar los pensamientos que suelen acosar a una chica cuando cena por primera vez con su novio/ligue/polvo de una noche. ¿Qué pasaría después? ¿Querría Ángel que él y yo...? No, vamos, es que no podía ser, no podía creer que yo iba a...
-¡¡¡GAAAAAAGH!!!- grité en la ducha, desestresándome al momento. Ommmm... Por el amor de Emilie Autumn, ¿de qué tenía miedo? Ángel me gustaba, lo quería con todo mi ser... Y, sí, lo confieso, me ponía un montonazo. ¿Acaso no lo quería en todos los sentidos?
"Sí", me tuve que responder a mí misma mientras me secaba el pelo. "Pero no estoy preparada para esto, todavía".
Y estaba segura de que él lo sabía. Me relajé mientras deslizaba la blusa púrpura sobre los pantalones negros. Sólo cenaríamos, escucharíamos música, nos reiríamos de los que estuvieran en la verbena, un besito y a correr.

Al menos, eso esperaba.

Salí de casa a las nueve y cuarto. Tomé un camino más largo, para evitar tener que pasar por la plaza. De lejos me llegaba un ya mítico "Paquito el Chocolatero", y los "¡Ey, Ey, Ey!" del mundo en general. Negué con la cabeza al tiempo que salía al sendero del bosque. Otra música cruzaba por el aire, una canción que yo conocía muy bien: "Shy", de Sonata Arctica. No me lo podía creer. Avancé hasta el claro.

Tuve que frotarme los ojos al verlo.

Ángel había, no sé cómo, llenado toda la hierba de cuencos de cristal con agua y velas flotando en ella. El sauce brillaba con el resplandor del fuego en sus hojas ancianas. Al lado de una mini cadena portátil con adaptador de iPod, había una neverita. No de estas extrañas que las abuelas llevan al campo. La de Ángel parecía titanio puro. El "Shy" seguía sonando (But I'm shy, can't you see?) cuando se acercó con una sonrisa a besarme la mano. Estaba increíblemente guapo. Llevaba unos vaqueros desgastados, una camisa blanca y una corbata mal atada, una indumentaria que parecía querer decir "Passsso del mundo, tío, ¿lo piíllas?". Sin embargo, todo estaba simétricamente desordenado, a mí no me engañaba.

-Bienvenida al baile, princesa- sonrió ante mi cara atónita, y me cerró la mandíbula contra el resto de mi cara con un dedo ligero y suave.
-¿Cómo... Cómo diablos has hecho esto en sólo dos horas?- conseguí preguntar. Me faltaba el aire, y tenía los ojos más abiertos que un dibujo manga.
-Me ha ayudado mi hermano- dijo con naturalidad, arrastrándome hacia el manto de hierba iluminada por las velas. Aprecié que iba descalzo, así que me apresuré a mandar mis zapatos al quinto pino. La canción había dado paso a otra, un bonito "What if" de Emilie Autumn, mi solista favorita.

-¿Cómo sabías...?- Ángel silenció mi pregunta con un beso cargado de pasión. Mis miedos y mis dudas renacieron, junto con un mínimo sentimiento de deseo. Mi inseguridad era demasiado fuerte.
-Bueno- dijo cuando nos separamos.- siéntate y dime si he acertado con la cena. Ahora mismo vuelvo- se internó en la espesura y yo me quedé allí, con Emilie Autumn preguntándose qué pasaría si ella fuera un desierto donde se sufre mucho y se goza poco.

Cuando regresó, cargaba una mesita pequeña y cuadrada, de tipo japonés, baja y de madera oscura. Mi sorpresa iba dando, poco a poco, paso a la incredulidad.

-Vamos, confiesa, ¿desde cuándo tienes preparado esto?- le pregunté, colocando en su lugar los platos de cristal azulado que me pasaba. Él se rió, dándome un tenedor y un cuchillo.

-Desde esta mañana. Pero lo de las velas lo he hecho ahora, eso te lo prometo- puso dos copas en su sitio y las llenó de Trina T! de manzana, mi bebida favorita. Me puse el dedo índice y el pulgar en el puente de la nariz, cerrando los ojos. No recordaba haberle comentado que Emilie Autumn era mi cantante favorita, ni que el Trina T! de manzana me gustaba más que otra cosa, ni que lo japonés me volvía loca. Ángel había averiguado todas esas cosas por sí mismo, y a mí me hubiera encantado saber cómo, pero tenía algo peor rondándome la cabeza.

Había ido preparando aquello desde esta mañana. Luego, ya sabría que sus padres le iban a dejar marcharse, y su hermano también estaba al tanto de que pretendía pasar aquella noche conmigo. Glup. Otra cosa que debí haberle dicho es que no me gustan las sorpresas, nunca me han gustado. Y también que, cuando estoy con

alguien, prefiero saber lo que va a pasar en cada momento. O sea, que sí, que me gusta tenerlo todo bajo control.

Pero parecía que Ángel era más de tirar de misterio y secretismo.

La cena en sí, lo reconozco, estuvo genial. Acertó con todo, había traído hasta sushi. Hablamos bastante, del futuro, de nuestros planes, y yo traté de evitar la pregunta de “¿Qué viene después de la cena, cariño?”. Tampoco quería quedar como una niñata miedosa y preocupada que no sabe disfrutar del momento.

Las canciones que se iban sucediendo unas a otras me sorprendían cada vez más. Parecía que Ángel me hubiera quitado el iPod y se las hubiera copiado en el suyo. Sonó de todo, y todo me gustaba. Pasamos por un “Forever Yours”, de Nightwish, dentro del espectacular CD de Century Child, y también “While Your Lips are Still Red”, del CD de Amaranth, hasta un bellísimo “Liz on the top of the World”, de la banda sonora de Orgullo y Prejuicio. Oí mucho a Emilie Autumn (“Willow”, “Save You” y “Misery Loves Company”), también a Yiruma con su “River Flows in You”. Estaba terminando Nickelback y su “Far Away”, cuando Ángel se levantó. Me tendió la mano como si me pidiera un baile, y justo en el momento que se la cogí, “A Postcard to Henry Purcell” invadió el claro.

No bailábamos exactamente. Nos movíamos como hojas al viento de forma acompasada, abrazados y guiados por la música. Su mejilla se apoyaba en mi pelo con delicadeza, y yo cerraba los ojos, lista para los preliminares. Al menos, así lo llamaban en “Aquellos Maravillosos 70”.

-Estás muy tensa, princesa- comentó Ángel mientras los violines subían el ritmo. Yo suspiré por enésima vez aquella noche. Esperé a que terminara la canción para separarme un poco, y quedar sólo unida a él por las manos. Me miró medio sonriendo, gesto que fui incapaz de devolverle.

-Ángel, esto ha sido… Genial… Y voy a intentar hacer lo mejor posible lo que viene ahora, aunque no te prometo nada, y que sepas que o te pones goma, o…

-¿Qué dices, Clara?- estaba realmente sorprendido. Me soltó las manos de la impresión, y yo me sentí temblar entera.

-Que no estoy exactamente lista para “eso”, pero que vamos, voy a estar un año sin verte, y me parece justo que quieras…

-No quiero- se apresuró a cortarme.- La cena no era para eso- se rió nervioso, pasándose una mano por el pelo.

¿QUÉ?, hubiera querido gritar. Abrí la boca por la sorpresa, y tuve que apoyar el trasero en la hierba, pues mis piernas parecían hechas de gelatina o algo peor. ¿Así que no íbamos a hacerlo? ¿Iba a preservar mi castidad y mi pureza un tiempo más? Ángel debió pensar que me había puesto mala o algo, porque se arrodilló delante de mí y me tomó la mano, cuyo gélido tacto podía sentir hasta yo. Se la llevó a los labios, y yo me eché a reír como una lunática.

-Ya te puedes empezar a preocupar por mi salud mental- murmuré, y él sonrió.

-Desde luego… Hay que ver, tus hormonas, qué activas y qué revolucionadas están- me puso de pie otra vez y me abrazó. Esta vez sí que pude sacar algo más de fuerza y devolverle la muestra de cariño. Me acarició el pelo sonriendo, medio riéndose en mi oído.

-Lo siento- me disculpé. Ángel negó con la cabeza, apretándome más fuerte contra él.

-No te disculpes. Es normal que pensaras… Pero tienes que saber que yo tampoco estoy listo, aunque te quiero con todo mi ser. No… Esta cena no era para eso, desde luego que no.

-Mejor, porque yo no quiero dejar mi castidad atrás con baladitas- argumenté, como si esa fuera mi única excusa, a pesar de haberle dicho apenas tres minutos antes que no estaba lista para aquello.

Ángel se rió, llenando cualquier espacio vacío de mi alma con ese sonido digno del mejor de los dioses, mezcla de arroyo, música celestial y luz de sol, y se separó de mí, sosteniéndome por los hombros. Sus ojos, exactamente del mismo color del cielo nocturno que nos cubría, me miraban con infinito amor y dulce ternura. Alcé la mano para acariciar su cara. Recorrí las líneas que dibujaban su rostro perfecto, al cual, el fuego daba un aire aún más atractivo si cabía. Me alcé sobre las puntas de los pies para presionar mis labios contra los suyos con suavidad. Él correspondió a mi beso, delicado y cálido como una mañana primaveral.

-Esta noche- comenzó Ángel cuando me separé con una sonrisa enigmática- quería hacerte una pregunta.

Se volvió a la mini cadena (la cual ahora reproducía “Caresse sur l’océan” de “Los Chicos del Coro”) y de detrás de ella sacó una cajita negra, aterciopelada. Sin saber por qué, noté cómo las lágrimas acudían a mis ojos, emocionadas. Me tapé la boca con una mano, incapaz de creerme lo que iba a pasar. Mi perfecto ángel terrenal abrió la cajita, descubriendo un anillo plateado que se retorcía, formando una salamandra, uno de mis animales preferidos. Me tomó la mano que no cubría mis labios y me lo puso en el dedo anular, como si me fuera a pedir en matrimonio.

-La distancia y el tiempo podrían hacer que me borraras de tu mente con facilidad- murmuró, cerrando su mano alrededor de la mía. Yo lo miré, incrédula y frunciendo el ceño. ¿Cómo podía pensar eso?

-Nunca, jamás podría dejar de pensar un solo momento en ti- aseguré apasionadamente. Él me acarició la mejilla.

-Lo que quería preguntarte… ¿Estarás siempre conmigo? ¿Pase lo que pase, aunque la Tierra se caiga a pedazos, serás mía para siempre?

-Sí- contesté sin dudarlo un segundo. No podría querer a nadie más aunque me empeñara. Ángel era el único que siempre, desde que yo tenía nueve años, había estado clavado como una amarga y maravillosa espina en mi corazón. Una espina que ni el más hábil de los jardineros podía arrancar.- Te juro que siempre estaré a tu lado, que seré siempre para ti… Y tú, ahora, júrame que siempre serás para mí- aquí o todos o ninguno, me dije.

-Te lo juro- prometió muy solemne. Yo me miré de arriba abajo, a ver si encontrara algo que fuera equivalente al anillo que no pensaba quitarme jamás de los jamases jamasianos. Lo único que encontré fue mi muñequera de tela, en la que ponía Nightwish. Me la quité y se la puse a él. Le quedaba bien y todo, oyes.

Nos sonreímos el uno al otro, con la muda y eterna sombra de nuestras promesas grabadas a fuego en los ojos, en el alma, en el corazón.

Las horas pasaron volando, y para cuando nos quisimos dar cuenta, eran casi las tres de la madrugada. Ninguno queríamos separarnos del otro, y Ángel sopló, una por una, todas las velas para apagarlas. Pudimos ver el cielo estrellado en su totalidad y, cosa rara, ambos vislumbramos la estrella fugaz que había estado esperando para surcar el firmamento en cuando el fuego de nuestro claro se hubo extinguido.

Cuando llegué a las escaleras de casa, el beso que me dio fue el más mágico, romántico y especial de todos hasta ese momento.

-Te quiero- me susurró.

-Yo también te quiero- murmuré. Ángel soltó mi mano y se dio la vuelta, bajando por la cuesta hasta su casa. Me quedé con la mano en el corazón, suspiré y subí hacia mi piso. > pensé, esperando que mi mente fuera capaz de encontrarlo ella solita. <>>

1 comentario:

  1. Hola!!!!!!!!!! Esta muy bien...que románticoooooo, si es que aunque lo niegues eres ñoñisisisima!!!!!

    Por cierto, en el último párrafo, los pensamientos, escríbelos en cursiva, no entre corchetes, que si no el editor de texto no los capta y no se ven. ^^ Besos y abrazos tata Ribell

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