sábado, 15 de mayo de 2010

Ángel sin Nombre (Capítulo III)

-La pena es que ya no puedo llevarte a la lluvia de estrellas fugaces.
-¿Es que el año que viene estarás muerto?
-El año que viene... Te juro que, si me muero, te acosaré en sueños.
-Cumplirías el tópico de "dulces sueños", entonces.

Ángel y yo estábamos sentados en la barandilla de un puente que atravesaba el Gállego. El atardecer del catorce de Agosto nació más bello que cualquier otro. Los rayos de sol acariciaban los árboles con pereza, como si no quisieran irse. El cielo naranja y dorado iluminaba nuestros rostros, tranquilos, nuestros cuerpos, unidos en un abrazo eterno. Él acariciaba mi pelo con dulzura, y yo apoyaba mi mejilla en su hombro, como si hubiera nacido para estar allí.
Sus labios acariciaron mi cabello con la suavidad de una pluma cayendo al vacío. Sólo estábamos acompañados por la naturaleza, una brisa suave que hacía la temperatura perfecta. El correr del agua disimulaba los cantos de los habitantes del bosque, como una desacompasada melodía que sustituía a una canción romántica.

Ángel deslizó su mano hasta mi barbilla y me hizo alzar el rostro. Sus labios encontraron los míos con la misma facilidad que Lucía tenía para encontrar las galletas en casa. Cuando me besaba, yo me sentía atravesar corriendo un campo, descalza bajo una lluvia irisada y un sol ciego. Su boca sabía a amor y a melancolía, a un deseo irrefrenable de recuperar el tiempo perdido, a unas ansias de tenerme a su lado para siempre. Él decía que la mía sabía a oscuridad, a tristeza, a ganas de libertad. Con todo, añadía, le encantaba.

Cuando nos separamos, mi mente aún corría bajo la lluvia y el arco iris. Sus ojos se clavaron en los míos con intensa ternura. Un gran chupinazo rompió la serenidad y la belleza del momento.

-Las siete- comenté con desgana. Faltaba una hora para que todo el pueblo se congregara en la plaza de la iglesia o bien a criticar a la orquesta, si era mala, o bien a ponerse a bailar de forma muy tonta.
-¿Sabes qué podemos hacer?- dijo Ángel, bajando del puente.
-¿Suicidarnos como Romeo y Julieta, y así no tenemos que ir a la verbena?- sugerí esperanzada, apoyando mis manos en sus hombros al tiempo que él rodeaba mi cintura para bajarme. Se rió, como solía hacer cuando yo soltaba chorradas así.
-No, mujer... Podemos cenar juntos, en nuestro claro- sus ojos ardían, de tal manera que era imposible negarle nada.
-Cenar... ¿Y nuestros padres?- pregunté, ya que no estaba segura de que mi madre estuviera por la labor de dejarme marchar.






-¡Pues claro que sí, cariño! ¡Me parece estupendo! Así yo podré subir a Sallent con Cristina y los Ballesteros, que se han dejado caer por aquí.
Miré a mi madre con los ojos como platos soperos.
-Mam... Mamá, ¿me has oído bien? Voy a cenar sola con mi novio.- remarqué las palabras que eran más susceptibles de haber sido pasadas por alto.
-Pues claro, Clara- puse los ojos en blanco, qué broma más tonta.- ¿No es algo normal entre parejas? Bueno, me marcho a casa de Cristina. ¡Pásatelo bien!- y cerró la puerta con alegre imprudencia. Me quedé mirando al vacío unos segundos, pero luego recordé que tenía que tratar de adecentarme. Tenía dos horas.

Mientras el agua tibia de la ducha corría por mi cuerpo blanco, sentía crecer un nudo en la boca de mi estómago. No podía evitar los pensamientos que suelen acosar a una chica cuando cena por primera vez con su novio/ligue/polvo de una noche. ¿Qué pasaría después? ¿Querría Ángel que él y yo...? No, vamos, es que no podía ser, no podía creer que yo iba a...
-¡¡¡GAAAAAAGH!!!- grité en la ducha, desestresándome al momento. Ommmm... Por el amor de Emilie Autumn, ¿de qué tenía miedo? Ángel me gustaba, lo quería con todo mi ser... Y, sí, lo confieso, me ponía un montonazo. ¿Acaso no lo quería en todos los sentidos?
"Sí", me tuve que responder a mí misma mientras me secaba el pelo. "Pero no estoy preparada para esto, todavía".
Y estaba segura de que él lo sabía. Me relajé mientras deslizaba la blusa púrpura sobre los pantalones negros. Sólo cenaríamos, escucharíamos música, nos reiríamos de los que estuvieran en la verbena, un besito y a correr.

Al menos, eso esperaba.

Salí de casa a las nueve y cuarto. Tomé un camino más largo, para evitar tener que pasar por la plaza. De lejos me llegaba un ya mítico "Paquito el Chocolatero", y los "¡Ey, Ey, Ey!" del mundo en general. Negué con la cabeza al tiempo que salía al sendero del bosque. Otra música cruzaba por el aire, una canción que yo conocía muy bien: "Shy", de Sonata Arctica. No me lo podía creer. Avancé hasta el claro.

Tuve que frotarme los ojos al verlo.

Ángel había, no sé cómo, llenado toda la hierba de cuencos de cristal con agua y velas flotando en ella. El sauce brillaba con el resplandor del fuego en sus hojas ancianas. Al lado de una mini cadena portátil con adaptador de iPod, había una neverita. No de estas extrañas que las abuelas llevan al campo. La de Ángel parecía titanio puro. El "Shy" seguía sonando (But I'm shy, can't you see?) cuando se acercó con una sonrisa a besarme la mano. Estaba increíblemente guapo. Llevaba unos vaqueros desgastados, una camisa blanca y una corbata mal atada, una indumentaria que parecía querer decir "Passsso del mundo, tío, ¿lo piíllas?". Sin embargo, todo estaba simétricamente desordenado, a mí no me engañaba.

-Bienvenida al baile, princesa- sonrió ante mi cara atónita, y me cerró la mandíbula contra el resto de mi cara con un dedo ligero y suave.
-¿Cómo... Cómo diablos has hecho esto en sólo dos horas?- conseguí preguntar. Me faltaba el aire, y tenía los ojos más abiertos que un dibujo manga.
-Me ha ayudado mi hermano- dijo con naturalidad, arrastrándome hacia el manto de hierba iluminada por las velas. Aprecié que iba descalzo, así que me apresuré a mandar mis zapatos al quinto pino. La canción había dado paso a otra, un bonito "What if" de Emilie Autumn, mi solista favorita.

-¿Cómo sabías...?- Ángel silenció mi pregunta con un beso cargado de pasión. Mis miedos y mis dudas renacieron, junto con un mínimo sentimiento de deseo. Mi inseguridad era demasiado fuerte.
-Bueno- dijo cuando nos separamos.- siéntate y dime si he acertado con la cena. Ahora mismo vuelvo- se internó en la espesura y yo me quedé allí, con Emilie Autumn preguntándose qué pasaría si ella fuera un desierto donde se sufre mucho y se goza poco.

Cuando regresó, cargaba una mesita pequeña y cuadrada, de tipo japonés, baja y de madera oscura. Mi sorpresa iba dando, poco a poco, paso a la incredulidad.

-Vamos, confiesa, ¿desde cuándo tienes preparado esto?- le pregunté, colocando en su lugar los platos de cristal azulado que me pasaba. Él se rió, dándome un tenedor y un cuchillo.

-Desde esta mañana. Pero lo de las velas lo he hecho ahora, eso te lo prometo- puso dos copas en su sitio y las llenó de Trina T! de manzana, mi bebida favorita. Me puse el dedo índice y el pulgar en el puente de la nariz, cerrando los ojos. No recordaba haberle comentado que Emilie Autumn era mi cantante favorita, ni que el Trina T! de manzana me gustaba más que otra cosa, ni que lo japonés me volvía loca. Ángel había averiguado todas esas cosas por sí mismo, y a mí me hubiera encantado saber cómo, pero tenía algo peor rondándome la cabeza.

Había ido preparando aquello desde esta mañana. Luego, ya sabría que sus padres le iban a dejar marcharse, y su hermano también estaba al tanto de que pretendía pasar aquella noche conmigo. Glup. Otra cosa que debí haberle dicho es que no me gustan las sorpresas, nunca me han gustado. Y también que, cuando estoy con

alguien, prefiero saber lo que va a pasar en cada momento. O sea, que sí, que me gusta tenerlo todo bajo control.

Pero parecía que Ángel era más de tirar de misterio y secretismo.

La cena en sí, lo reconozco, estuvo genial. Acertó con todo, había traído hasta sushi. Hablamos bastante, del futuro, de nuestros planes, y yo traté de evitar la pregunta de “¿Qué viene después de la cena, cariño?”. Tampoco quería quedar como una niñata miedosa y preocupada que no sabe disfrutar del momento.

Las canciones que se iban sucediendo unas a otras me sorprendían cada vez más. Parecía que Ángel me hubiera quitado el iPod y se las hubiera copiado en el suyo. Sonó de todo, y todo me gustaba. Pasamos por un “Forever Yours”, de Nightwish, dentro del espectacular CD de Century Child, y también “While Your Lips are Still Red”, del CD de Amaranth, hasta un bellísimo “Liz on the top of the World”, de la banda sonora de Orgullo y Prejuicio. Oí mucho a Emilie Autumn (“Willow”, “Save You” y “Misery Loves Company”), también a Yiruma con su “River Flows in You”. Estaba terminando Nickelback y su “Far Away”, cuando Ángel se levantó. Me tendió la mano como si me pidiera un baile, y justo en el momento que se la cogí, “A Postcard to Henry Purcell” invadió el claro.

No bailábamos exactamente. Nos movíamos como hojas al viento de forma acompasada, abrazados y guiados por la música. Su mejilla se apoyaba en mi pelo con delicadeza, y yo cerraba los ojos, lista para los preliminares. Al menos, así lo llamaban en “Aquellos Maravillosos 70”.

-Estás muy tensa, princesa- comentó Ángel mientras los violines subían el ritmo. Yo suspiré por enésima vez aquella noche. Esperé a que terminara la canción para separarme un poco, y quedar sólo unida a él por las manos. Me miró medio sonriendo, gesto que fui incapaz de devolverle.

-Ángel, esto ha sido… Genial… Y voy a intentar hacer lo mejor posible lo que viene ahora, aunque no te prometo nada, y que sepas que o te pones goma, o…

-¿Qué dices, Clara?- estaba realmente sorprendido. Me soltó las manos de la impresión, y yo me sentí temblar entera.

-Que no estoy exactamente lista para “eso”, pero que vamos, voy a estar un año sin verte, y me parece justo que quieras…

-No quiero- se apresuró a cortarme.- La cena no era para eso- se rió nervioso, pasándose una mano por el pelo.

¿QUÉ?, hubiera querido gritar. Abrí la boca por la sorpresa, y tuve que apoyar el trasero en la hierba, pues mis piernas parecían hechas de gelatina o algo peor. ¿Así que no íbamos a hacerlo? ¿Iba a preservar mi castidad y mi pureza un tiempo más? Ángel debió pensar que me había puesto mala o algo, porque se arrodilló delante de mí y me tomó la mano, cuyo gélido tacto podía sentir hasta yo. Se la llevó a los labios, y yo me eché a reír como una lunática.

-Ya te puedes empezar a preocupar por mi salud mental- murmuré, y él sonrió.

-Desde luego… Hay que ver, tus hormonas, qué activas y qué revolucionadas están- me puso de pie otra vez y me abrazó. Esta vez sí que pude sacar algo más de fuerza y devolverle la muestra de cariño. Me acarició el pelo sonriendo, medio riéndose en mi oído.

-Lo siento- me disculpé. Ángel negó con la cabeza, apretándome más fuerte contra él.

-No te disculpes. Es normal que pensaras… Pero tienes que saber que yo tampoco estoy listo, aunque te quiero con todo mi ser. No… Esta cena no era para eso, desde luego que no.

-Mejor, porque yo no quiero dejar mi castidad atrás con baladitas- argumenté, como si esa fuera mi única excusa, a pesar de haberle dicho apenas tres minutos antes que no estaba lista para aquello.

Ángel se rió, llenando cualquier espacio vacío de mi alma con ese sonido digno del mejor de los dioses, mezcla de arroyo, música celestial y luz de sol, y se separó de mí, sosteniéndome por los hombros. Sus ojos, exactamente del mismo color del cielo nocturno que nos cubría, me miraban con infinito amor y dulce ternura. Alcé la mano para acariciar su cara. Recorrí las líneas que dibujaban su rostro perfecto, al cual, el fuego daba un aire aún más atractivo si cabía. Me alcé sobre las puntas de los pies para presionar mis labios contra los suyos con suavidad. Él correspondió a mi beso, delicado y cálido como una mañana primaveral.

-Esta noche- comenzó Ángel cuando me separé con una sonrisa enigmática- quería hacerte una pregunta.

Se volvió a la mini cadena (la cual ahora reproducía “Caresse sur l’océan” de “Los Chicos del Coro”) y de detrás de ella sacó una cajita negra, aterciopelada. Sin saber por qué, noté cómo las lágrimas acudían a mis ojos, emocionadas. Me tapé la boca con una mano, incapaz de creerme lo que iba a pasar. Mi perfecto ángel terrenal abrió la cajita, descubriendo un anillo plateado que se retorcía, formando una salamandra, uno de mis animales preferidos. Me tomó la mano que no cubría mis labios y me lo puso en el dedo anular, como si me fuera a pedir en matrimonio.

-La distancia y el tiempo podrían hacer que me borraras de tu mente con facilidad- murmuró, cerrando su mano alrededor de la mía. Yo lo miré, incrédula y frunciendo el ceño. ¿Cómo podía pensar eso?

-Nunca, jamás podría dejar de pensar un solo momento en ti- aseguré apasionadamente. Él me acarició la mejilla.

-Lo que quería preguntarte… ¿Estarás siempre conmigo? ¿Pase lo que pase, aunque la Tierra se caiga a pedazos, serás mía para siempre?

-Sí- contesté sin dudarlo un segundo. No podría querer a nadie más aunque me empeñara. Ángel era el único que siempre, desde que yo tenía nueve años, había estado clavado como una amarga y maravillosa espina en mi corazón. Una espina que ni el más hábil de los jardineros podía arrancar.- Te juro que siempre estaré a tu lado, que seré siempre para ti… Y tú, ahora, júrame que siempre serás para mí- aquí o todos o ninguno, me dije.

-Te lo juro- prometió muy solemne. Yo me miré de arriba abajo, a ver si encontrara algo que fuera equivalente al anillo que no pensaba quitarme jamás de los jamases jamasianos. Lo único que encontré fue mi muñequera de tela, en la que ponía Nightwish. Me la quité y se la puse a él. Le quedaba bien y todo, oyes.

Nos sonreímos el uno al otro, con la muda y eterna sombra de nuestras promesas grabadas a fuego en los ojos, en el alma, en el corazón.

Las horas pasaron volando, y para cuando nos quisimos dar cuenta, eran casi las tres de la madrugada. Ninguno queríamos separarnos del otro, y Ángel sopló, una por una, todas las velas para apagarlas. Pudimos ver el cielo estrellado en su totalidad y, cosa rara, ambos vislumbramos la estrella fugaz que había estado esperando para surcar el firmamento en cuando el fuego de nuestro claro se hubo extinguido.

Cuando llegué a las escaleras de casa, el beso que me dio fue el más mágico, romántico y especial de todos hasta ese momento.

-Te quiero- me susurró.

-Yo también te quiero- murmuré. Ángel soltó mi mano y se dio la vuelta, bajando por la cuesta hasta su casa. Me quedé con la mano en el corazón, suspiré y subí hacia mi piso. > pensé, esperando que mi mente fuera capaz de encontrarlo ella solita. <>>

martes, 11 de mayo de 2010

Ángel sin Nombre (Capítulo II)

Los dos días que siguieron a la noche de la caída de estrellas fugaces se me antojaron aburridos. El día doce nos fuimos todos de excursión, algo muy normal teniendo en cuenta el lugar en el que estábamos. El trece, sin embargo, quisieron irse a un pico que a mí no me apetecía y me quedé en casa, toda feliz de tener unas cuantas horas de libertad sin vigilancia.

A las doce salí a alquilarme una película. No es que en casa nos excediéramos con la tecnología, ni mucho menos. Pero el ordenador, el mejor invento del ser humano sobre la Tierra desde la literatura, tenía programa de reproductor de DVD. Me agencié el iPod, la tarjeta y el bolso con llaves, móvil, Metal Hammer y cazadora, por si acaso. Encendí mi reproductor de música y la melodiosa voz de Tarja Turunen, ex cantante de Nightwish, invadió mis oídos.

Mientras pasaba por delante del supermercado, me fui haciendo un esquema mental de la película que quería ver. Me apetecía algo absurdo, algo tan banal y tan poco acorde a la fachada que yo mostraba al mundo, que fuera capaz de levantarme el ánimo. Cuando llegué a la maquineta, no lo dudé: alquilé Orgullo y Prejuicio, una película que, si no me la había visto treinta veces, no la había visto ninguna.

Yo tenía intención de acabar rapidito, pero a la estúpida tarjeta le dio por no funcionar en aquel preciso instante. Di un golpe en la pared con los nudillos.

-Leches, ¿pero qué rayos te pica hoy, tarjeta asquerosa?- maldije mirando a la pantalla como si me hubiera ofendido gravemente.

No me había dado cuenta de que no estaba exactamente sola.

-¿Necesitas ayuda?- dijo una voz grave, tranquila, musical, detrás de mí. Yo me di la vuelta bruscamente, dispuesta a despachar a quien fuera y que me dejasen seguir maldiciendo en paz.

No esperaba encontrar sus ojos, negros como un cielo nocturno sin estrellas, atravesándome, viendo mi alma como si fuera un libro con dibujos y de letras grandes, pero aún así, interesante en grado superlativo.

No esperaba que sus perfectas facciones estuvieran alteradas por una sonrisa dulce y burlona, tan franca como misteriosa. Al sonreír, sus mejillas adoptaban un tono melocotón que contrastaba con su palidez extrema, un tono afrutado que me volvió loca desde ese momento.

No esperaba verlo ahí, apartándose el pelo negro de los ojos, arrancando reflejos azulados, ligeros resplandores al moverse y brillar el sol en cada cabello.

-Parece que tienes problemas- observó amablemente, entrando sin que yo lo hubiera invitado a la caseta donde estaba la máquina.

-No, yo… Bueno, la tarjeta no me va, pero creo que la he metido al revés- me expliqué, no quería pasar demasiado tiempo a su lado si luego iba a irse sin presentarse, como hacía siempre.

-Pues sí, tienes razón, la has metido del revés- volvió a sonreír, sacando la tarjeta (“Bendita sea” pensé en aquel momento) de la ranura y poniéndola correctamente. Se hizo a un lado como un caballero para que yo introdujera el código en la pantalla táctil. Cero, cinco, cero, siete. Mi ángel sin nombre miró la pantalla donde estaba la lista de películas, mientras la máquina hacía ruidos raros para sacar la mía.

-Orgullo y Prejuicio- comentó.- Tiene una banda sonora excelente.

-Sí, sí que la tiene- coincidí sin mirarlo. Él sonrió ante mi actitud y, más rápido que yo, cogió la caja con el DVD en su interior.

-¿Cuál es tu escena favorita?- preguntó muy serio, como si me pidiera consejo para dominar el mundo mientras agitaba la película delante de mí.

-¿Disculpa?- solté yo, estupefacta.- ¿A qué viene eso ahora?

-Sólo quiero saber más de ti, Clara- sonrió de nuevo, y yo fruncí los labios. ¿Que quería saber más de mí? Sí, claro, y yo si tuviera ruedas sería una bicicleta, no te…

-Yo ni siquiera sé tu nombre- le recriminé, imprimiendo en esa frase toda la amargura que había acumulado durante siete largos años. Para colmo, él sí que sabía el mío. Aunque claro, no me pilló por sorpresa, ya que mis adoradas primas (nótese el sarcasmo) tenían la adorable costumbre de llamarme a grito pelado cuando no hacía ninguna falta, o peor, cuando él estaba rondando cerca.

Él dejó de sonreír ante mi acusación. Compuso una expresión seria y salió de la caseta. Contra pronóstico, se quedó fuera, esperándome. Yo abandoné el estrecho lugar con rapidez.

-¿Te importa que retrase un poco tu vuelta a casa?- me preguntó una vez estuvimos los dos bajo la luz del sol. Parpadeé. O ese chico había leído Crepúsculo, o era demasiado educado como para ser un adolescente del siglo XXI.

-No, claro… En realidad no hay nadie- murmuré. Él sonrió. Dios mío. Por todos los cinturones de Alice Cooper, ¿cómo podía un ser humano ser tan condenadamente guapo? ¡Encima hablaba bien!

-Perfecto, entonces, te puedo acompañar, si me lo permites, claro- me miró de nuevo como si tratase de leer mi alma.- ¿Vamos?

Yo asentí con la cabeza, sin hablar. No sabía si me había sonrojado, esperaba que no, pero ya no podía formular una frase inteligente, no con él tan cerca. Comenzamos a caminar, tranquilos y sin prisa. Me pregunté si sería posible que él quisiera pasar todo el tiempo que pudiera a mi lado, exactamente lo que sentía yo.

-Me llamo Ángel- dijo al fin, tras un rato de silencio. Yo me detuve. Él se dio la vuelta para mirarme, entre extrañado y dulce. Sus ojos me interrogaron al posarse sobre los míos. Se acercó a mí, dado que yo me había quedado atrás. La muda pregunta de su mirada urgía una respuesta convincente.

-No sé explicártelo sin parecer idiota- susurré, perdiéndome en esos dos pedazos de cielo nocturno.

-Inténtalo. No voy a reírme- de pronto, su rostro se iluminó con un aire de infantil ingenio.- Vamos a otro sitio- y me agarró de la mano y tomó el camino hacia el parque. Yo pensé que me llevaba a la caseta donde nos vimos por primera vez, en el principio de los tiempos, pero pasó de largo y continuó por el camino al Pueyo.

-¿Dónde vamos?- pregunté yo, mientras metía la película en el bolso, junto a la Metal Hammer, el móvil, el iPod y las llaves.

-Al bosque, ¿te parece bien?- dijo él, aunque yo tenía la ligera impresión de que si me parecía bien o mal daba un poco igual.

No tuvimos que caminar mucho, además, yo me sabía el recorrido de memoria. La mayor parte era sombría, lo cual, con lo caluroso que nos había salido el día, era una bendita bendición. Yo me quité la cazadora y la metí al bolso, que parecía a punto de petarse. Pobrecillo.

-Ya llegamos, aunque tú conoces bien el lugar, ¿no?- comentó él sonriendo. Yo le dediqué una mueca, como si lo conociera de toda la vida. En realidad, era más o menos así, pero lo que se decía conocernos a fondo… Intuía que íbamos a empezar en aquel momento. Yo estaba emocionada en grado sumo, y trataba de no hacerlo evidente. Lo mismo era una broma.

-Es raro que no estés con tu hermano- observé, mirándolo. Él se rió, y su risa era tal como yo la recordaba: musical, traviesa, juguetona…

-Me he escapado, aunque luego me interrogará y tendré que mentirle o decirle la verdad… Ya estamos- llegamos a un prado rodeado de árboles, un prado donde allá, en la lejanía, se distinguía un puente para cruzar al otro lado del bosque. Las flores estaban abiertas al sol, y la hierba estaba tan verde como… Como… Como una cosa muy verde. Yo conocía aquel pradito de memoria, había estado cientos de veces en él, pero nunca en tan agradable compañía. Ángel, si es que ése era su verdadero nombre, se volvió a mí y me invitó a continuar hasta un sauce con un gesto del brazo. Se sentó en el suelo a la sombra del anciano árbol y yo hice lo propio, situada en frente suyo.

-Bueno, dispara- dijo, y se recostó contra el tronco del sauce. Yo me lo quedé mirando. A ver si lo había pillado bien, ¿pretendía que le dijera todo lo que yo había callado durante siete largos años?

-Yo… Verás, es complicado y chocante para mí empezar a conocerte ahora, cuando llevo siete años tratando de hablar contigo, sin siquiera saber tu nombre…

-¿Y por qué no lo hiciste?- cortó él.

-Pues porque siempre estabas con tu hermano o tus padres, o hablando por el maldito móvil…

-Y te daba vergüenza- concluyó él.

-La verdad es que sí, me daba vergüenza- repliqué yo, apartándome el pelo de la cara. Él se limitó a sonreír. En sus ojos había una expresión extraña, como melancólica.

-No tenías por qué- acabó diciendo, rompiendo el caótico silencio en que nos habíamos sumido los dos. Yo lo miré con ligera hostilidad, una sensación que se daba de bofetadas con la adoración rayana en la locura que siempre había sentido hacia él.

-Sí tenía por qué. Tal vez no lo hayas notado, pero a la gente le suele avergonzar entablar una agradable y campestre conversación con un perfecto extraño- remarqué el “perfecto”. Si decidió que iba o no con segundas, nunca lo supe.

-Tú y yo no somos extraños- murmuró clavando sus ojos en mi cara.

Una renovada fuerza me había apresado. Era ira, ira porque decidiera hablarme justo cuando yo empezaba a reunir fortaleza suficiente para dejar el asunto atrás. Ira porque me estaba echando en cara totalmente que yo no hubiera sido valiente (o masoquista) y no hubiera dado el paso. Ira porque yo quería que todo eso lo hiciese él, pero nunca se había molestado en saber lo que yo pensaba o deseaba.

Nunca, hasta ahora.

-Sí que somos extraños- le discutí. Él sonrió con paciencia.

-Para mí, tú no eres una extraña.

-No sabes nada de mí.

-En eso te equivocas completamente.

-Ya, sí, claro.

-Te equivocas completamente- repitió sonriendo, inclinándose hacia mí.- Sé mucho de ti, y sólo he necesitado escuchar y atar cabos.

Bufé. Ahora iba a resultar que el chico era una especie de Sherlock Holmes español, joven e irremediablemente atractivo.

-Elemental, mi querido Watson- parodié, provocando que él se riera a mandíbula batiente.

-¿Ves? Ya sabía que eras divertida. Y sarcástica, y cuando te cabreas, irónica- dijo, con el rastro leve de su risa aún en la cara.

-Oh, Dios, no tengo secretos para ti- ironicé poniendo los ojos en blanco.

-Ahí lo tienes. Sarcasmo e ironía. Cuesta creer que los uses tanto para ser tan joven.

-Una aprende rápido, abuelete- se rió una vez más.

-Te interesará averiguar que sé que eso es pura fachada.

Me quedé de piedra. ¿Qué se había creído el niñato aquél? ¿Fachada? ¿Y él que puñetas sabía? Mi expresión de cabreo in crescendo debió de reflejarse en mi rostro, ya que él alzó una mano, pidiendo calma. Sí. Uf. Serenidad y clases de yoga, como yo decía siempre.

-¿Tú qué sabes?- mascullé con furia. Desde luego, nuestro primer contacto no estaba yendo como yo hubiera querido. No había planeado cabrearme y que él fuera de superfilósofo por el mundo.

-Sé más de lo que te piensas- replicó él, ahora con una mirada seria.- Lo sé porque yo he mantenido la misma fachada desde el primer momento que…- calló. Lo que fuera que iba a decir, era obvio que no lo consideraba adecuado para que yo lo oyera. Y eso me picó. Mucho.

-¿Qué? ¿Desde el primer momento que qué?- presioné. Ángel apartó los ojos de una brizna de hierba que paseaba entre sus dedos y los clavó en los míos. Sentí cómo buena parte de mi sangre se acumulaba en mis mejillas, pero le sostuve la mirada, desafiante.

-Desde el primer momento en que una niña de nueve años me atrapó con su mirada de chocolate reluciendo al sol de la tarde. Desde el primer momento que la oí hablar- el chico sonreía y se acercaba a mí despacio, pero yo estaba demasiado ocupada estudiando con cautela esos dos trozos de cielo de la noche, tratando de averiguar si mentían o eran tan sinceros como parecía.

De una indiferencia absoluta, él decía que había sentido lo mismo que yo, actuado igual que yo, reaccionado como yo lo había hecho. La situación era tan ridícula que yo sólo tenía dos opciones: o preguntar dónde estaba la cámara oculta y el equipo de Just for Laughs… O bien creerlo.

Creer que mi cuento de hadas estaba a punto de hacerse realidad y que yo aún podía ser rescatada a manos de mi príncipe azul. Tenía la opción de creer que podía ser, al fin, feliz con aquel a quien yo, como ocurre en las historias que merecen la pena contarse, empezaba a conocer en aquel momento. Feliz con aquel chico al que amaba de verdad, sin importarme las circunstancias.

Y él estaba siendo sincero. El Jefazo sabrá por qué, pero ahí lo tenía, a escasos centímetros de mí, con dos ónices clavados en el indigno chocolate que teñía mis ojos. Él era real, era… Era verdadero, no era un caballero andante de novela artúrica ni un elegante vampiro salido de la imaginación de Stepheine Meyer. Tampoco era un romántico señor Darcy ni un valiente príncipe Caspian, ni un enamorado Romeo.

Era mucho mejor que todos ellos. Eran tan gallardo como el caballero y tan educado como el vampiro; era tan romántico como el señor Darcy, y me parecía tan valiente como Caspian. Y, desde luego, como Romeo, estaba enamorado.

Enamorado, por increíble, surrealista, absurdo y fantástico que pueda parecer, de mí.

Yo había elegido la opción del cuento de hadas. La opción de salir de niebla y las sombras a un sol fulgurante y reluciente. Y él lo supo, mirándome a los ojos, desentrañando mi expresión. Supo que yo quería una historia de amor verdadero y eterno a su lado, porque eso era lo que él deseaba también. Supo que, de la ardua batalla que había librado consigo mismo, había salido vencedor. Y yo sentía lo mismo.

Entonces, me tocó. Su mano fresca y suave se posó en mi mejilla enrojecida, y su dedo pulgar la acarició con ligereza. Yo incliné la cara sobre la palma, con los ojos fijos en la hierba.

-Aún no te lo crees- adivinó él en un susurro divertido. Yo lo miré con una sonrisa.

-Elemental, mi querido Watson- dije por segunda vez, burlona. Él volvió a reírse. Por Lordi, tendría que componerle una canción a esa risa. Era una mezcla de música divina, luz de sol y arroyuelo burbujeante que nacía no de la garganta, sino del corazón. Era lo más hermoso que yo había oído jamás, incluyendo el May it Be de Enya.

-¿Cómo puedo demostrártelo?- preguntó con un gesto dulce, sus mejillas adquiriendo ese tono melocotón que me había vuelto loca.

-No puedes. Que me lo crea o no es cosa mía y de lo dispuesta que esté a despertar y aceptar que esto es un sueño.

-Pero no lo es.

-Ya, sí, claro.

Y entonces, sin previo aviso, me tiró del pelo. Vaya hombre, nos habíamos declarado hacía diez minutos y ya había violencia de género. Le eché una mirada encendida de rabia y él se rió por enésima vez.

-¿Te ha dolido?- inquirió con interés.

-Nooooooo- dije, sarcástica.

-Pues eso te prueba que no es un sueño.

Vaya, y tenía razón el condenado. Le saqué la lengua como Lucía solía hacer cada vez que alguien de quitaba la punta de su tortilla de patata.

-¿Y qué sabes de mí?- quise ventear, ya que eso de “escuchar y atar cabos” me había tocado la fibra curiosa. Él se quedó pensativo.

-Pues… Odias el color rosa- me sonrió como diciendo “no tienes remedio”.- También la cursilería y los cabezas huecas… Y que las orquestas del pueblo te hacen vomitar.

Esta vez me tocó a mí reírme. Me estaba calando en todo lo que no me gustaba.

-¿Y qué más?- pregunté.

-¿Qué quieres saber?

-Dime lo que me gusta.

-Yo- dijo, hinchando el pecho cual pavo real.

-Engreído- reí, poniendo un dedo en sus pectorales para bajarle un poco las ínfulas. Él tomó mi mano y la acercó a sus labios, pero no llegó a besarla. Todo el mundo sabe que es de mala educación besar la mano de una señorita por completo.

-Pues te gusta… El color verde. Y… salta a la vista que el heavy metal… Y creo recordar que tu grupo favorito es Sonata Arctica.

-¿Cómo…?- yo estaba alucinada.

-No sabes de lo que uno se puede llegar a enterar cuando la persona a la que espía no está mirando.

-Bueno, y dejando aparte las violaciones de mi intimidad gracias a tu supremo espionaje digno del FBI…

-¿Qué me quieres ocultar, forastera?

-Mis medidas.

-Eso no tardaré en averiguarlo.

-Que te lo crees y todo- reí, y él se unió a mis risas. Era maravilloso poder bromear con él; era cumplir un sueño. A partir de aquella tarde empecé a creer que nada es imposible.

-Pero tú sigues sin saber cosas similares de mí, pequeña tonta vergonzosa- me dio un toquecito en la nariz. Yo le dediqué una mirada de furia desde el amor y el cariño.

-Es que eres como una fortaleza impenetrable- me defendí.

-Cierto; pero te estoy abriendo las puertas y te estoy dejando pasar. A ti y sólo a ti.

-¿Y eso?

-¿Aún no te lo ha dicho nadie?

-¿El qué?

-Te amo, Clara.

Yo me quedé blanca, helada, de piedra. No es que no hubiera soñado que me lo decía cada noche; es que no estaba acostumbrada a oírlo. Y tampoco hubiera esperado que llegara a suceder. Ángel me miraba preocupado.

-¿Qué pasa? ¿No te hace feliz?

Yo sacudí la cabeza. Quería gritar y reír, quería saltar y llorar de emoción. Las lágrimas asomaban a mis ojos, y no quise detenerlas esta vez.

No quise porque habían vuelto a pintar la fachada. Y esta vez habían elegido un color claro y luminoso, ardiente como un día de verano. Como ese día de verano. No; no detuve las lágrimas que cayeron de mis ojos a mi regazo, ni las más tímidas que recorrían mis mejillas. Tampoco oculté la amplia sonrisa que había imaginado esbozar y nunca llegaba a hacerlo.

-Estás llorando- murmuró mi ángel. Una de las emocionadas lágrimas cayó en su antebrazo.- ¿Por qué lloras?

-Es que… Es que soy feliz. Muy, muy, muy feliz.

-¿Y eso?

-¿No te lo ha dicho nadie?

-¿El qué?

-Yo también te amo, Ángel. Mi adorado ángel sin nombre que ya no está en el anonimato. Mi príncipe. Mi Edward, mi señor Darcy, mi todo- solté, una por una, las reflexiones que había acumulado conforme conocía personajes para compararlo. Solté lo que le quería decir desde que tenía nueve años. Solté que lo amaba, solté la llama de esperanza que me había impulsado a persistir. Y él agradeció la confesión con una dulce sonrisa.

Y me besó.

Karina (Concurso de Literatura La Salle Gran Vía)

-¡Tiene que haber algo más que pueda hacer!

-Sora, ya has hecho bastante por ella.

-¡No puede irse!

-Es malaria, Sora. En una niña tan pequeña…

Me voy corriendo de la tienda de campaña, no quiero seguir oyendo lo que Jack tiene que decirme. La noche fría en Kenya me acoge en medio del rugido del viento. Es una noche preciosa. El cielo negro plagado de estrellas que dibujan ríos eternos en su inmensidad. La Luna brilla pálida sobre las dunas de arena y los hierbajos, dotándoles de una luz fantasmagórica, y aún así, hermosa. Pero mis ojos no pueden admirar esa belleza, porque están plagados de lágrimas. Aprieto los puños alrededor de mi chaleco caqui.

Lo sabía. ¡Lo sabía! Sabía que este maldito viaje de voluntariado sería simplemente como intentar escalar una montaña descalzo; un horror. Me aparto mi pelo castaño, rizado, y para qué negarlo, sucio, de la cara cuando una ráfaga de aire me lo echa para adelante.

-Bueno, no voy a permitir que esa niña pase sus últimas horas sola-. Me doy la vuelta y me meto en la tienda-enfermería, localizando la camilla de Karina. Al fondo. Suspirando, voy hasta ella con paso lento, la gravilla crujiendo bajo mis botas de montaña. Me siento sobre la banqueta que hay al lado.

Karina, es una niña de siete años, muy guapa. De bonitos ojos rasgados como pozos sin fondo. Su pelo es rizado y espeso, enmarcando un rostro que denota una tremenda inteligencia para tratarse de una criatura de tan corta edad. Su constitución es frágil, débil. Pero estamos en África, es normal, desgraciadamente normal. Los labios están mortalmente pálidos, y su mirada, cerrada. Localizo el picotazo del mosquito en el cuello, en el maldito cuello. Justo al lado de una vena fundamental. No se da cuenta de que estoy ahí hasta que no te cojo la mano, pequeña y dulce.

-Hola- saluda con voz débil, en francés.

Karina, cuando la conocí, era muy tímida y no hablaba con nadie. No tenía padres ni hermanos o hermanas. Me encariñé con ella tras haberme hecho a la idea de que ya no había vuelta de hoja, que no podía simplemente largarme. Jack me hubiera odiado si llego a hacerlo. Sonrío brevemente, acariciándole los dedos.

-¿Cómo estás, peque?- pregunto suavemente, intentando transmitirle calma. Ella me devuelve la sonrisa, con un poco más de ganas que yo. ¡Dios! Siempre me ha fascinado la sinceridad que transmite. Pensar que… En unas horas ya no la veré más…

-Bueno… He estado mejor, creo. ¿Estás triste, Sora?

Los niños y su inocencia.

-Un poco, cariño.

-¿Por qué?

-Porque ya no puedo ayudarte más, Karina. Me siento mal por eso.

Ella intenta incorporarse. Pero si hasta le cuesta respirar… Chasqueo la lengua y me levanto para hacer que se quede como está. Ella se resigna. Siempre ha sido una niña muy dócil. Nos miramos un rato a los ojos, pero ella los cierra suavemente, quedándose dormida con una media sonrisa en la cara. Mi mano coge la suya con fuerza, aunque su frialdad me asusta.

Sus dedos gélidos son lo último que siento antes de quedarme dormida yo también.

La mano de Jack me oprime el hombro y me hace dar un respingo. Lo primero que ven mis ojos es la cama vacía de Karina. Ahogo un grito y tiro la banqueta al levantarme muy rápido. De lo único que soy consciente es que Jack me susurra: “Se ha ido”.

La polvareda que se levanta es como un insulto a la calma hecha persona que representaba Karina. Miro el montículo de tierra que yace sobre su pequeño cuerpo y dejo un ramillete de margaritas en él. Estoy sola.

Ha pasado una semana desde que la pequeña murió, y los demás se afanan en evitar que el resto de los niños corran la misma suerte. Unos pasos se acercan a mí; es Jack, que me coge la mano como queriendo darme energía para seguir. Y lo cierto es que la necesito. La necesito.

-Hiciste mucho por ella, ¿sabes?- me dice el joven médico en un tono bajo. Bufo con incredulidad.

-No hice nada. No pude si quiera combatir…

-Sora, escúchame. Antes de que tú llegaras, Karina lloraba todos los días. Todos. Y no hablaba con nadie. Pero apareciste tú, con tu cara de “No debería estar aquí”… La niña renació.

Vuelvo la cabeza. No me parece tan importante. No si no podía “renacer” cada mañana. Venir aquí fue un error. En un principio me dejé llevar porque él estaba aquí. Pero luego, al verme rodeada de niños, al darles de comer, al bañar bebés… Cada segundo notaba dentro de mí un “algo”, una sensación que me impulsaba a seguir adelante. Y con Karina era igual pero elevado a la enésima potencia.

-Me siento… Fatal, Jack. Me siento tan… Impotente…

-La hiciste feliz. Le diste algo que aquí escasea; le diste una amiga de verdad. Cuando se te pase la tristeza, verás que el acto de solidaridad que tuviste con Karina sobrepasa cualquier pena. Y a veces es bueno derramar lágrimas. Pero mejor que sean lágrimas como las que soltaste cuano la viste jugar por primera vez. La viste feliz. Y te puedo prometer que lo fue a cada momento que estuviste a su lado. Piénsalo. ¿No vale la pena todo este tiempo por una sola sonrisa suya?

Jack me suelta y se aleja. Me doy la vuelta.

-Jack- él se detiene y me mira. Ahora ya no se me ocurre qué decir. El joven suspira.

-Puedes marcharte cuando quieras, Sora. Pero, realmente… Te estarás valorando muy poco si te vas.

Odio y quiero a este chico al mismo tiempo por su claridad, por la contundencia con la que dice las cosas. Le odio y le quiero a la vez porque consigue hacerme reaccionar, reflexionar. Me quedo en silencio. Miro a mi alrededor. Sé que tiene razón. Y si algo me ha enseñado este país, esta tierra, este mundo al que no se suele escuchar ni atender, es a no rendirme. A luchar. La batalla por la felicidad de las personas es un combate continuo contra el cansancio y la decepción. Pero lo peor que puedes hacer es quedarte atrás. Rendirte.

Karina no querría que me rindiera.

Me acerco a él corriendo y le cojo del brazo, sonriendo. Es la primera sonrisa auténtica que logro esbozar en días.

-No te librarás de mí tan fácilmente, doctor.

-Ésta es mi chica- se ríe y juntos nos metemos en la tienda-enfermería, para ayudar en todo lo que podamos.

En la tumba de Karina, las margaritas parecen sonreír.