viernes, 4 de junio de 2010

Ángel sin Nombre (Capítulo V)

Baños de las chicas, ocho y media de la mañana.

-Diego, tío, en serio, me estás acojonando- susurré, encerrada en mi retrete lleno de pintadas, fechas de emparejamiento, muchas de ellas tachadas, y números de teléfono. Hay que ver, macho, era evidente que las chicas que los escribían pensaban que éramos lesbianas; porque lo más normal sería ponerlos en las puertas del baño de los tíos, ¿no?

-Lo siento, Clara, no sé me ocurría a quién más decírselo… Ángel me prohibió hablarlo con nuestros padres…

Eso me olió a chamusquina. Conociéndolo como lo conocía, Ángel contaba con sus padres para casi todo, y si no les decía algo era porque se trataba de un asunto muy fuerte y no les quería preocupar.

-¿Dónde está Ángel? Si es tan grave, ¿por qué no me ha llamado él?- exigí saber, notando cómo por mi garganta descendía un cubito de hielo invisible e intangible, pero que estaba allí. Diego, al otro lado de la línea, parecía nervioso.

-Es que no sé dónde está… Ayer me dijo algo después de llegar del colegio, se piró antes de que volvieran nuestros padres de trabajar… Lo han estado buscando toda la noche por todo el centro de Madrid y nada, han llamado a mis abuelos y tampoco…

-¿Qué te dijo?- le corté, ya que se estaba dejando información. Yo estaba demasiado agitada para tomar decisiones en ese momento, e intenté mantener la cabeza fría y enterarme de todo lo que pudiera. Mi “cuñado” pareció dudar.

-Vamos, Diego, no me hagas ponerme a chillar, que estoy en el colegio. Te dijo que no se lo dijeras ni a Victoria ni a Carlos, pero a mí no me mencionó, así que ya estás largando, o mi histeria caerá sobre ti- lo amenacé, destilando ira en mis palabras. El chico suspiró.

-Verás, él… Bueno, en nuestro instituto hay una pandilla de neonazis…

-¿¡QUÉ!?

-Espera que no he acabado... Hace unas semanas estaban dándole una paliza a un amigo suyo que es egipcio y él se metió por medio… Al principio lo dejaron en paz, pero llegaron las notas y las amenazas, y ayer ya se piró. Sólo se llevó la mochila y su móvil.

-¿Y no le has dicho eso a tus padres?

-¡Me lo prohibió!

-Y qué pasa, si te prohíbe que te pongas la vacuna contra el Ébola, ¿no te la pones?- repliqué, abriendo la puerta del urinario de una patada furiosa.- Díselo YA a tus padres. Y a la policía. Y si encontráis esas notas, enseñadlas. Yo voy a ver qué hago.

-Siento haberte alarmado, Clara…

-Consuélate sabiendo que, si no me lo llegas a decir, también te hubiera cortado los huevos a ti- dije con indiferencia, sin importarme que fuera un niño de trece años.

Colgué y salí del colegio para llegar a casa sin saber que lo hacía. No me había dado cuenta de que había entrado en clase como una fiera y, tras haber cogido mis cosas, me había largado dando un portazo. El asombrado secretario me había visto marcharme y no había dicho nada. No quise imaginarme la cara que llevaba. No me atrevía a llorar. Caminaba mucho más rápido de lo normal, y en diez minutos ya estaba en mi portal, cuando suelo tardar media hora, al menos. Me encontré justo con mi madre saliendo por la puerta. Al principio puso cara de horror al imaginarse que yo estaba haciendo pellas. Pero claro, le tuve que explicar que, si estuviera haciendo pellas, no habría sido tan tonta de ir a casa. Luego le conté lo de la llamada, lo que me había dicho Diego, tanto lo comentado abiertamente como sus dudas reticentes. Entonces mi madre puso cara de auténtico pánico, soltando su carpeta-especial-de-juntas-y-actas-que-llevan-las-mujeres-importantes-barra-señoras-de-negocios. Cuando me abrazó sí derramé un par de lágrimas. En menos de cinco minutos había subido al piso y bajado con las llaves del coche. Dijo que me llevaba a la estación, me dio su cartera de emergencias, rellena con doscientos euros y pico, que al principio no quise coger. Ella insistió tanto que no me quedó más remedio que aceptarla. Además, había acertado de lleno con su razonamiento: “Si no quieres cargar a Carlos y Victoria con la responsabilidad de tenerte en casa, búscate un sitio donde quedarte”. Y es que mi madre es mogollón de enrollada cuando le da la vena, aunque la ocasión no fuera guay para nada. Me aseguró que me disculparía ante Mr. Bosque Sombrío y el director, y medio mundo si hacía falta, y luego me mandó al AVE que salía para Madrid en los próximos cinco minutos. Acomodada en mi asiento de clase turista con ventanilla, saqué el móvil. Busqué en el apartado de llamadas, y encontré el contacto con el que hablaba siempre en ese tipo de situaciones, cuando yo estaba más perdida que un atún en el desierto, histérica, rabiosa, deprimida en plan emo, pero sin ganas de cortarme las venas ni de hacer mi pelo una cortina. Le di al botoncito verde y esperé. Cuando me encontré con el contestador y miré el reloj, vi que eran las nueve y cuarto. Claro, aún estaría en clase, me dije. Guardé el móvil y miré por la ventanilla sin ver nada en absoluto.

Qué tía tan fría, diréis. Ja. No lo sabéis, pero la procesión iba por dentro. Yo sabía que tenía un cuerpo grande, pero no esperaba que dentro de él pudieran ocurrir tantas calamidades juntas. Mi estómago se encogía y se retorcía él solito, como una serpiente. Mi garganta estaba obstruida por el cubito de hielo, mi boca más seca que un cactus, y mi frente perlada en un sudor frío que, de haberlo tenido por toda mi piel, la gente hubiera pensado que yo era un cadáver. El reflejo de la ventanilla me mostraba una cara pintada en el paisaje de secano que atravesaba con rapidez. Era una cara tremendamente pálida, con unas ojeras que iban de las pestañas de abajo hasta el suelo, por lo menos. No, no en plan guapo como los Cullen. Verdaderamente parecía un zombie, os lo digo en serio. Hasta mi pelo aparentaba ser más apagado, y eso que la gente solía decir que yo debía estar alegre porque el sol brillaba siempre en mis cabellos. Sí, el ser humano suele tener ese tipo de delirios, frases que creen que son chulas, bonitas, pero que en realidad nada de nada. No tienen significado ninguno.

No sabía qué hacer para evitar pensar. Se me pasó por la cabeza sacar el libro de Filosofía, mi asignatura favorita, a ver qué me contaban Sócrates y Diógenes y esos tipos de tres mil años de antigüedad. O no tan antiguos, ahí tenemos a Nietzsche, sin ir más lejos. Pero claro, en aquellos momentos yo era una adolescente con pintas de fugada de la cárcel y un careto que pretendía reclamar una terapia de grupo contra las drogas. No me pegaba sacar un libro. Fua. Me dolía la cabeza un montón, pero no me atreví a sacar un Ibuprofeno. Creo que la señora que se sentaba enfrente mío ya tenía bastante metida en la cabeza la idea de que yo era una pastillera. Vale, señora, para usted yo seré una pastillera, pero para mí usted es una vieja loca que parece que en sus tiempos mozos, allá por el siglo diecinueve, vigilaba un manicomio victoriano, qué quiere que le diga. Recrearme en mis pensamientos sarcásticos e ir sacando una vida errónea de la gente era mi vía de escape en aquel viaje que pasó sin sentirse. A las once menos cuarto ya estaba en Atocha, saliendo de los andenes para encontrarme con el vergel ése que tienen los gatos ahí montado. Por cierto, eso de gatos no es un adjetivo descalificativo. Creo que se llaman así porque a finales del diecinueve y principios del veinte se utilizaba mucho como interjección aquello de “¡Miau!”. Y es verdad, en una de las obras de Valle-Inclán, Luces de Bohemia, sale la expresión.

Caminé por las escaleras mecánicas para salir a la superficie y pillar un taxi. El taxista parecía majo, pero me monté en asiento de atrás, porque yo no me fiaba un pelo de los tíos de más de cuarenta que no fueran de mi familia. Le indiqué que me llevara a la calle de Toledo. No sé si estaba realmente lejos o no, pero el trayecto se me hizo corto. Mi madre me había hablado de un hostal económico y mono que estaba allí plantado, en pleno centro (más o menos, porque aún hoy no sé exactamente cuál es el centro del centro del país), y me metí en él de cabeza. La recepcionista me miró con pena cuando me entregó la llave de mi habitación. A las once y cuarto sonó mi móvil. Bien, mi contacto había encendido el teléfono.

-Hola, Cris- abrí la boca por primera vez en mucho rato, y me pareció que mi voz sonaba diáfana y pastosa, como si la hubieran metido en un sitio muy estrecho, o demasiado amplio.

-¿Clara? ¿Dónde estás? ¿Para qué me has llamado antes? ¿No estabas en clase?- me soltó todas aquellas preguntas como una metralleta, y con un tono muy serio. No era propio de ella, observé para mis adentros. Cris, o Ima, como la llamaba yo siempre, tenía la facultad de que generalmente solía ser una tía divertida, mi mejor amiga precisamente por eso, porque siempre me levantaba la moral. Al ver que no contestaba, insistió al otro lado de la línea, urgiéndome a responderle.

-Estoy en Madrid, Ima…- y me lancé a explicarle toda la historia, sentada en una esquina de la cama de colchón duro. Por una vez exterioricé lo aterrada, lo preocupada que estaba; y ella me escuchó sin reaccionar al principio, para luego salir con una respuesta muy lógica, pero que en mi estado de conmoción de hirió en lo más hondo.

-¿Y te crees que si, sus padres no lo han encontrado, vas a hacerlo tú? Seguramente ya habrán puesto a toda la policía en su busca. Miraré esta noche a ver si sale en el telediario…

-No sé, Ima, y no me importa el telediario. Pero tengo que buscarlo, tengo que hacer algo, o me volveré loca.

-¿Más?- intentó bromear mi amiga, pero al momento se dio cuenta de que yo no estaba para coñas. Con un suspiro, me deseó buena suerte y me anunció que tenía que volver a clase. La despedí y me apresuré a darme una ducha. Me pasé la mañana pululando por el hostal. La amable señora de la recepción definitivamente se apiadó de mí y me dio una muda para el día siguiente, y la llave de su baño privado. Me dijo que al menos no estaría con la ducha oxidada. Se lo agradecí con toda mi alma, y también el plano de la ciudad que me proporcionó junto con el de las líneas de metro. Salí y me compré unos sándwiches en un supermercado. Yo siempre comía de sándwich cuando no tenía otra cosa. Me gustaban, me sentía británica, como si fuera la hora del té, en lugar del segundo, cada vez más agonizante, que pasaba sin hacer nada. Puse a cargar el móvil, y en un acto de lúcida estupidez, se me ocurrió probar a ver si Ángel me cogía el teléfono. Su voz en el contestador, una simple grabación (“Hola, soy Ángel, haz de paciente después del -bip-”), me hizo llorar otra vez. Escucharle de nuevo hizo que todas mis células se estremecieran de terror. Me sentía como alguien en medio de la película de Saw, cualquiera de ellas. En completa y constante tensión. Para ahorrarme las malas vibraciones, me puse a estudiar el plano de Madrid. Ajá, calle de Toledo, muy céntrica… Y un montón de calles que me sonaban o en las que había estado. De pequeña, cuando mi padre vivía, veníamos a Madrid a visitar a una tía mía, que vivía cerca de la Puerta del Sol. En aquellos días se me había hecho tan fácil caminar por la capital, tan llevadero, tan divertido… Ahora se me hacía un mundo, agobiante, como si me hubieran dicho que tenía que recorrerme todo Estados Unidos en un día. Supongo que para Willie Fogg no habría problema. Intenté reírme de mi chiste pésimo, pero sonó como una sierra arañando una pared. El dolor de cabeza no remitía, así que, ahora sí, a salvo de las miradas censurantes de cualquier señora, me tomé el Ibuprofeno y me tumbé sobre la cama, en la que una pareja hubiera dado rienda suelta a su amor con toda comodidad. Intenté no pensar mucho en ello.

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