jueves, 24 de marzo de 2011

Athelion (Capítulo III)

Las manos de Callenda en su vientre estaban tan frías… Dudó si debía decírselo, si debía pedirle que no las tuviera en su piel, porque ella no sabía nada de dar a luz ni ser madre, pero Callenda sí. Una nueva oleada de dolor la sacudió, y el trapo en su boca no fue un impedimento para dejar escapar un berrido de dolor que hizo temblar los muros de la fortaleza. El capitán le acarició los rizos de ébano, mientras Callenda decía algo que no alcanzó a comprender. Se centró en la voz suave y cálida del hombre que estaba a su lado, preocupado por ella, sin importarle que fuera la más odiada de las prisioneras del príncipe. Le estaba diciendo algo. Aeluna intentó escucharle, mientras empujaba y lloraba y sollozaba por pura inercia.

-Si pudierais elegir, princesa, ¿qué queréis que sea? ¿Niño o niña?- preguntaba el capitán. Ella dudó un momento.

-No lo sé. Quiero que… Que viva… Libre y con… Con justicia… No me importa lo que sea…

El capitán se mordió el labio inferior, al tiempo que Callenda murmuraba cosas para sí, sin atender a la conversación. Volvió a deslizar sus dedos por los rizos negros de la princesa, que había vuelto a cerrar los ojos y apretaba los dientes.

-Dios, no puedo, no puedo, ¡NO PUEDO!- vociferó.

-¡Sí que puedes!- contestó Callenda con autoridad.

-Sí que podéis, princesa- susurró.- Sólo un poco más, por vuestro bebé, por la justicia, ¿sí?

-¡Vamos, Aeluna, ya le veo la cabeza! ¡Ya falta poco!- Callenda no sabía si decía eso porque era cierto o para animarla, pero en cuanto volvió a bajar la mirada, en efecto, una cabeza pequeña y ensangrentada hacía esfuerzos por asomarse al mundo. La comadrona contuvo una exclamación de sorpresa e impulsó a la madre a seguir empujando, ayudando mientras a la criatura a salir. Era una cosa muy pequeña, muy pequeña, pero con un aspecto sano, a pesar de todo. En el grito de Aeluna hizo salir a su bebé, al fin, entero. Callenda notó sus ojos lagrimeantes, mientras le daba la palmada de rigor para abrirle los pulmones a la criatura. Era una niña, una niña llena de restos del interior de su madre, una niña que aún estaba unida a ella por el cordón umbilical, pero una niña muy bonita. Aunque estaba arrugada, llena de sangre, aunque en teoría debería parecer más un renacuajo pasado por una sartén, era una niña muy bonita. Tal vez era por ese instinto maternal no desarrollado correctamente que Callenda sabía que tenía, pero ella la veía con esos ojos. Se secó la mirada verde y sonrió emocionada, cogiendo las tijeras que le habían traído de las cocinas y cortando el cordón umbilical mientras sostenía al bebé sollozante con el otro brazo. Aeluna no paraba de sangrar, pero eso la comadrona no lo vio como algo anormal. Se dijo a sí misma que serían los restos de placenta, que salían con premura.

-¿Está bien? ¿Está sano?- preguntó el capitán. Callenda negó con la cabeza y el pobre hombre ahogó un grito desesperando.

-No seáis exagerado… Está sana, no sano.

-Qué susto, mujer…

-¿Es niña?- la voz débil de Aeluna interrumpió los jadeos en los que había estado sumida hasta ese momento. Callenda asintió y se inclinó sobre ella para que cogiera a su hija en brazos. Aeluna miró a la niña sin poderse creer que fuera real. Callenda y el capitán se apartaron a una esquina, mirándose con una sonrisa que en seguida congelaron. Por norma moral y decreto real, no debían llevarse bien. Ella no debía sonreírle así porque sí, y él no debía tratarla con respeto en absoluto. Carraspeando, apartaron la mirada el uno del otro y Callenda enrolló un mechón de su pelo castaño alrededor de su dedo. Aeluna estaba ajena a ese intercambio de comportamiento humano, mirando a su niña, limpiándola con cuidado y murmurando palabras cargadas de dulzura. Se incorporó hasta quedar sentada, y acunó al bebé, que poco a poco fue disminuyendo el volumen de su llanto. La voz de Aeluna, que ya no temblaba, cantaba una canción en un idioma que ni el capitán ni Callenda conocían, pero que ambos guardarían en su memoria para siempre, por su misterio, por su dulzura, esa melodía que ascendía en espiral y descendía haciendo curvas hasta los oídos de la niña. Ésta aún no había abierto los ojos; ahora los tenía cerrados como si fuera a dormirse. Aeluna besó la frágil cabeza de su hija al terminar de cantar, acariciándole la mejilla rojiza con su mano pálida. Callenda se adelantó unos pasos, tímidamente, y se sentó a los pies de la cama, con cuidado de no mancharse de sangre, esa sangre roja que estaba encharcando las sábanas. La mujer frunció el ceño, ya preocupada, pero... No se atrevió a irrumpir en los susurros de Aeluna, aunque sí identificó que éstos eran una palabra que se repetía.

-Athelion… Mi pequeña Athelion…- murmuraba Aeluna, mirando embelesada a la niña, que ahora dormía tranquila en los brazos de su madre.

-¿Qué significa Athelion?- quiso saber el capitán, preguntando en voz baja, apostado en su rincón.

-Justicia- contestó la princesa, cerrando los ojos en una mueca de dolor.- Espero que su nombre logre proporcionársela en algún momento de su vida. Y espero que alguno de vosotros lo vea, mis queridos amigos.

-Tú lo verás, Aeluna- aseguró Callenda, acariciando la pierna de su joven amiga con cariño. Pero ésta negó con la cabeza, rozando con sus largos rizos negros la nariz de la pequeña Athelion.

-Callenda, las dos sabemos que me queda muy poco para vivir… Praxémiones estará contento. Moriré aquí, como él deseaba- hizo una mueca irónica, antes de que su gesto se enterneciera al bajar los ojos a su bebé.- Sólo espero que herede los ojos de su padre… Así todo el mundo sabrá quién es- la mirada verde de la princesa paseó por los rostros compungidos de la matrona y el capitán.- Prometedme que la cuidaréis. Pero no le digáis la verdad hasta el momento adecuado, hasta que sea lo bastante mayor para comprender y actuar en consecuencia…

-Aeluna, no digas eso- suplicó Callenda, que parecía a punto de llorar. Su mano se volvió roja al hundirse en la marca que estaba dejando la joven madre al desangrarse. El capitán miró a la princesa con pena. Ésta no intercambió con ellos ningún gesto. Sólo tenía ojos para su pequeña. Palidecía, se quedaba ojerosa, estaba muriendo lenatemente y lo sabía.

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