domingo, 20 de marzo de 2011

Athelion (Capítulo II)

Bueno, sus órdenes no incluían ningún término que dijera que no podía hacer nada por la princesa en esos momentos. De alguna manera, le tenía cariño a esa muchacha, y tal vez fuera por su inexperiencia, pero el soldado no veía el pecado en sus acciones, y su conciencia le dictaba que debía ayudar a los débiles, no importaba lo que hubieran hecho. De modo que se encaminó hacia el pilar, que por dentro estaba hueco, únicamente atravesado por una escalera que se retorcía en espiral, unido a los puentes por nervios de piedra. La armadura resonaba contra el cilindro pétreo, y la respiración del soldado acompañaba a ese eco en su ascenso a ninguna parte. Cuando abrió una de las puertas, se encontró de bruces con otro guardia, más joven que él, enjunto y pequeño.

-Ahora iba a ir a buscaros, capitán- dijo con voz ligeramente histérica.- La princesa está…

-Lo sé- interrumpió con suavidad el capitán, poniendo una mano en el hombro de su compañero. El otro no necesitó que le ordenase que le condujera hasta ella. De nuevo un chillido, aunque esta vez se oyó más cerca, y era mucho más terrible. Los dos militares se apresuraron en adentrarse en un largo túnel situado al final del puente de piedra. Las paredes de ese túnel venían adornadas con puertas, y apenas estaba iluminado. Toda la luz parecía habérsela quedado una habitación en concreto, de la que no dejaban de entrar y salir personas. Un par de soldados se apoyaban en los muros, en una postura tensa, preparados para ayudar si hacía falta, aunque lo cierto es que su presencia estaba de más. Todo el mundo sabía que un parto era cosa de mujeres, y dos hombres no harían más que entorpecerlo todo. Una chica pequeña y delgada entró en la habitación con una cuba llena de agua, y el capitán esperaba que fuera agua caliente. Se adelantó, ordenando a su compañero que, si no deseaba irse, que se quedara fuera de la habitación. Él entró, comprobando que ahí había mucha más gente de la necesaria. Al menos seis mujeres se apiñaban cotorreando y en estado de nerviosismo extremo en torno a una cama, en la que había una séptima mujer, abierta de piernas y temblando, con una barriga tan grande que apenas podía verse su cara. El capitán silbó con fuerza, imponiendo silencio. Las señoras lo miraron, entre asustadas y sorprendidas.

-Todas fuera. Menos tú, Callenda- dijo, señalando con la mirada a una matrona de largo pelo castaño y ondulado que se situaba justo al lado de la parturienta y le cogía la mano. Ella asintió y siguió murmurándole cosas tranquilizadoras a la princesa, que tenía entre los dientes un trapo arrugado, y lo mordía con todas sus fuerzas.

-Capitán… Tal vez alguna más debería quedarse…

-No- replicó él con firmeza.- Sólo se quedará Callenda, y como las demás no os vayáis ya, os prometo que os daré de azotes hasta ver claramente el hueso de vuestra columna vertebral. Largo.

Ante la amenaza, todas salieron en fila, y el capitán cerró la puerta una vez se hubo marchado la última. La princesa gruñó de dolor, su voz deseando gritar amortiguada por el trapo. Callenda le pasó una mano por su frente, perlada en sudor, y humedeció otro trapo en un cubo que tenía a su lado. Las gotas de agua se perdieron en los rizos negros de la dama. El capitán se arrodilló al lado de la matrona y la miró a los ojos.

-Dime qué hago- suplicó el militar, incapaz de quedarse quieto mientras la princesa se moría de sufrimiento. Callenda entrecerró su mirada verde, la paseó por el cuerpo semidesnudo de la parturienta, y miró su mano, atrapada por la de ella.

-Dadle la mano- urgió la comadrona.- Yo me encargo de sacar a la criatura. Humedecedle la frente cada poco tiempo, y cercioraos de que muerde el trapo. No debe gritar demasiado, o perderá fuerzas.

-Está bien- convino el capitán, cambiando con rapidez su puesto con el de ella. Callenda se irguió cuan alta era y miró a la princesa, que cerraba los ojos con fuerza, reprimiendo otro chillido. Se acabaría quedando inconsciente del esfuerzo.

-Aeluna, mírame- exigió Callenda, llamando a la princesa por su nombre.- Mírame- repitió en voz más alta, y la interpelada obedeció a duras penas, abriendo sus ojos color tierra reverdecida.- Voy a sacar a tu bebé de ahí dentro, pero tienes que colaborar. Yo sé que duele, créeme, lo sé muy bien, pero intenta concentrarte en otra cosa, ¿de acuerdo? Agarra con fuerza la mano del capitán… Esto os va a hacer daño, por cierto- añadió mirando al militar. Él tragó saliva, pero ofreció su mano a la princesa.- Muy bien. Y quiero que cuando yo te diga “empuja”, lo hagas con todas tus fuerzas, ¿entendido? ¿Me entiendes, Aeluna?

La muchacha asintió, con su joven y pálido rostro bañado en lágrimas. El capitán le murmuró torpemente unas pocas palabras de ánimo, diciendo cosas de las que ni siquiera él estaba seguro, rogando a los cielos que el parto fuera rápido, porque, por muy delicada que pareciera, la princesa tenía una fuerza espeluznante… Y si seguía así, acabaría con los dedos triturados. Callenda suspiró y se agachó de nuevo, palpando la barriga hinchada con expresión crítica. Se pasó una mano por el pelo.

-Bien, bien… Esto va para largo- musitó, para desgracia del capitán. La mujer ni siquiera miró su expresión horrorizada, y volvió a reconocer la tripa donde el bebé estaba campando a sus anchas. Pequeño monstruito, pensó Callenda, antes de trasladarse a los pies de la cama. Separó un poco más las piernas de Aeluna con sus manos frías, y se alegró de que el oficial hubiera cerrado la puerta. Más de uno y más de una se hubiera emocionado en exceso ante esa visión de la puerta de la vida. Afuera podía oír los murmullos preocupados de unos y otras, por una vez, soldados y prisioneras unidos por el mismo sentimiento. Qué ironía y qué desgracia que hubieran decidido ponerse de acuerdo aquella misma noche. Callenda gruñó algo, repitió por tercera vez el procesor de tocar el vientre de la princesa, y asintió para sí misma. Colocó una de las toallas que habían traído justo en el borde de las nalgas de Aeluna, inspiró hondo y la miró.

-¿Estás lista, pequeña?- dijo cariñosamente, y una vez más, la chica asintió, con un brillo de valentía reluciendo en sus ojos oscuros. El capitán miró a Callenda con admiración, y él mismo sintió que su sangre se llenaba de coraje. Apretó con fuerza la mano de la parturienta, y sus susurros de aliento adquirieron más fuerza.

-Vamos allá…- Callenda se arremangó.- Aeluna… Uno, dos y tres, ¡empuja!

Ella obedeció. Empujó, con toda su alma, con todo su ser, como si quisiera sacar de dentro de sí al peor demonio existente sobre el mundo y sólo dependiera de ella hacerlo. Pero no era un demonio. Era un bebé, su bebé, su hijo. Aeluna se imaginaba que la criatura sería tan hermosa como lo era el padre, o incluso más, porque también tendría rasgos de ella. Aeluna pensaba que tal vez a ella no, pero que a su hijo sí que le dejarían salir de ahí… No había hecho nada… La voz del capitán a su lado se desdibujaba un poco, y no se dio cuenta hasta que no volvieron a humedecerle la frente de que no estaba sintiendo nada. Nada más que dolor, y para ella el dolor era un viejo conocido.

-¡Aeluna!- le llegó el tono imperioso de Callenda desde algún lejano rincón del universo.- ¡Hazme el favor y no te me vayas ahora! ¡Te necesito aquí! ¡Empuja otra vez!

Y otra vez empujó. Otra vez dejó que su fuerza saliera gota a gota de su cuerpo, con cada traza de sudor, con cada lágrima, porque total, ¿qué importaba? Ella ya había vivido lo que tenía que vivir. Si sacrificarse quería decir que su bebé nacería, se hubiera sacrificado quinientas veces.

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